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Intelectuales y políticos

A principios del siglo pasado, Desttut de Tracy provocó el desdén de Napoleón a propósito de lo que se vaticinaba como una dificil relación entre quienes piensan sobre el poder y quienes lo ejercitan. Desde mucho antes de producirse esta anécdota -y, por supuesto, también después-, el intelectual y el político han estado obligados a convivir desconfiando el uno del otro: el primero porque elabora un mundo ideal que puede modelar según su criterio, el segundo porque ejerce un poder en el que, por lo común, prevalecen los hechos que le atan a una práctica cotidiana que acaba siendo su marco de referencia principal.Uno trabaja con ideas y tiene el cometido de construir imágenes del mundo que reflejen sus arquetipos de perfección, de originalidad, de expresividad. El otro -en el caso de ser un político de principios, lo cual no es frecuente- brega con hechos a los que puede aplicar ideales, pero de los que no puede escaparse por adversos o contradictorios que sean.

Ambos se necesitan, porque el uno posee la capacidad de decidir mientras que el otro solamente tiene la habilidad de la palabra. El político subestima la abstracción que caracteriza el oficio del intelectual tanto como éste menosprecia la devoción de aquél por la praxis ordinaria. Los políticos buscan en los intelectuales la legitimación, y los pensadores exigen, a su vez, protección, independencia y reconocimiento.

Es el suyo un trato que está mediatizado por la categoría de los sujetos. Un intelectual lamífero asume de grado la infamante misión de dar lustre al poderoso. Un político de tres al cuarto se conforma con bien poco, y su capacidad de demanda legitimadora es tan estrecha y obvia que se manifiesta más silenciando a los oficiantes de la palabra que recabando el entusiasmo de algunos plumíferos irrevelantes. Por el contrario, el caso del intelectual de fuste es bien distinto, porque su comunicación con el poder está determinada por la fidelidad a sus ideas. En la medida en que éstas coincidan con el proyecto del político se acercarán, y el decoro de esta propincuidad dependerá de la dignidad del intelectual más que de la mesura del dirigente, siempre dispuesto a exhibir las cualidades de su magnanimidad.

Sin embargo, la relación acostumbra a ser discreta y tiende a alimentar la suspicacia permanente, porque las carreras de los dos generan a menudo biografías enfrentadas. Pasados los tiempos del intelectual orgánico -idea llena de generosidad en su pureza, pero convertida, al fin, en una caricatura de sí misma-, la realidad nos enseña que el intelectual actúa en el exterior lo justo para refugiarse en su interior y que el político huye de las complicaciones del espíritu -no dudando en calificarlas de ridículas cuando lo crea oportuno-, que crearían permanentes contrariedades en su vida, para concentrarse en una actividad que le devora y que le apasiona. Por eso el intelectual no es, en general, hombre de acción, ni es tampoco hombre político, aunque sí es hombre politizado.

En circunstancias excepcionales, une a su condición la de activista de emergencia, pero normalmente se limita a ser el creador o el divulgador de las ideas sociales y a sentirse capacitado para velar por su indemnidad. Visto con la perspectiva de los valores dominantes a lo largo de la historia, su figura no deja de ser una excentricidad repleta de paradojas. El tipo de intelectual al que me refiero podría competir airosamente en la obtención de bienes o de influencias o de poderes que otros, menos capacitados que él, dominan y acaparan, y sin embargo renuncia conscientemente a todo ello para gozar del privilegio de ser un demiurgo viviente. Y labrado, por tanto, a base de sacrificios y lucidez solitaria, responde arrogantemente cuando cree que algo afecta a la integridad de los ideales, que expresa mediante sus puntos de vista éticos o estéticos, científicos, literarios o sociales.

En el político todo es diferente. Desde el fundamento de su profesión, que se basa en la convicción de poder gobernar a los demás, hasta la defensa de su puesto jerárquico en la escala partidaria, que acaba dominándole en no pocas ocasiones, cuanto en el intelectual equivale a una pugna por salvaguardar cuestiones esenciales -y aun cuestiones personales intrascendentes y absurdas, si se mira objetivamente-, en el político significa una trayectoria al servicio de intereses cada vez más concretos y contradictorios. De su entereza depende que se desfiguren más o menos sus ideas y que, por tanto, sea un político respetable o se convierta en lo que es bastante común entre sus colegas: un arribista a disposición del poder.

Estos dos status, tan definidos, son los que originan el espacio de la crítica en el universo del intelectual y los que le dan todo el derecho a ejercerla. Pero su actitud está condicionada por las características del lenguaje que utiliza. Su convivencia con quienes mandan o su distanciamiento de ellos se expresa, directa o indirectamente, según la horma teórica que elige. El lenguaje literario, por ejemplo, se manifiesta sesgadamente y emplea con asiduidad la metáfora.'Un novelista necesita dominar los secretos de la lengua y los recursos de la imaginación, y puede, si lo desea, ocuparse del gobierno de la sociedad sin que obligatoriamente conozca la ciencia del Estado o las doctrinas sobre el poder.

Otra cosa muy distinta es el ensayo. Porque la intencionalidad define, en esta oportunidad, la configuración. El novelista que no tenga la pretensión de conseguir una obra formal, por encima de cualquier otra consideración, malamente logrará hacer un crítica social profunda; pero en el ensayista lo cardinal es el mensaje, y su vehículo, el verbo preciso. Un articulista que quiere perorar sobre el Estado y el Gobierno tiene que medir sus palabras, porque en vez de utilizar el arte del camuflaje del poeta debe poseer el rigor de las ideas, la propiedad del discurso y el conocimiento del tema.

Se trata de dos especímenes de pensadores que no hay que confundir, porque en España existe una tradición cultural encomiable que otorga al intelectual una posición relevante, concediéndole -en clara ventaja sobre otros países- una parte del derecho a opinar y hasta algo del derecho a votar. Esta situación conlleva, lógicamente, alguna existencia, si los intelectuales quieren conservar e incluso acrecentar el prestigio que la sociedad deposita en ellos. La principal, me parece, es el correcto cumplimiento del papel que desempeñan, es decir, que el crítico social domine el campo que ha elegido, que sepa analizar sus componentes mediante una cultura considerable y que se enfrente a los desafíos que plantean la existencia del Estado y de la vida colectiva no con la excitación de alguna rabieta personal sino con un temple considerable.

No obstante, la existencia del intelectual se encuentra muchas veces amenazada por sus propios fantasmas. Necesitado de trascender su soledad y consciente de las limitaciones sociales que le impone su ocupación, se produce alternativamente en él una duplicidad que le incita a desplegar las otras personalidades que lleva dentro. Así es como surge el intelectual-héroe, que, más que realizarse con su trabajo, necesita depurarse con sus deseos.

Esta transmutación es perfectamente asumible, pero encierra ciertos peligros, porque la nueva caracterización requiere escenarios diferentes. Las figuras heroicas se han acuñado siempre en condiciones adversas; por eso se llega incluso a echar de menos los tiempos duros en los que el pensamiento libre era objeto de persecución. Y, por sorprendente que pueda parecer, es en esas crcunstancias en las que algunos intelectuales se ven socialmente útiles. Por esa causa, tan irracional inclinación provocó en unos cuantos infelices la nostalgia del pasado en plena transición democrática, resumiendo sus frustraciones en una lastimosa frase que entonces hizo fortuna: "Contra Franco vivíamos níejor". Que Dios nos aparte de tales tentaciones.

Lo bueno y lo malo de este sistema en el que vivimos es que nos ha instalado en una forma de normalidad. Y esta circunstancia ha difuminado el halo de excepcionalidad que es común en las situaciones hostiles y ha cambiado también las condiciones del intelectual. Porque estando acostumbrado a ser detractor del sistema, se ha transformado en cómplice, en cierto modo. Lo que le puede convertir en un ser extraordinario hoy no es su capacidad de rechazo en un entorno adverso, sino su inteligencia puesta al servicio de una cultura democrática y de su enraizamiento en el patrimonio popular. Y eso implica tanto apoyar la consolidación de las instituciones y vigilar por su integridad como recordarles a los políticos que la democracia consiste en algo más que depositar un voto cada cuatro años, y que una determinada política no solamente estriba en hacer cosas, como se dice por ahí, sino en hacer unas cosas y no hacer otras; en hacerlas de una manera concreta y con unos fines específicos.

Y no sé si todo esto es suficiente para redimirnos a los intelectuales de un destino que nos obliga a ser nosotros mismos, a pesar de nuestras mejores intenciones.

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