El desencanto socialista francés
Siete meses después de su llegada al poder, el Gobierno de Michel Rocard sale del estado de gracia para entrar en el estado de desencanto. Cierto que su jefe conserva todavía la confianza de la mayoría de los franceses, pero su cotización baja en los sondeos de opinión y su partido pierde votos en las elecciones parciales. Los votos socialistas siguen siendo tres veces más numerosos que los comunistas, pero éstos vuelven a subir lentamente. La derecha está más dividida que nunca, pero gana electores, mientras que la izquierda los pierde.Esta evolución se debe ante todo a la situación económica de una gran parte de la población. Francia no se empobrece, ya que sus ciudadanos no han comprado nunca tantos automóviles como en 1988. La bolsa no se porta mal y el crash del pasado año ha sido superado en lo esencial. Los cuadros superiores están bien pagados y la directora de un telediario llega a ganar 120.000 francos al mes. Pero los asalariados bajos y medios vegetan, sobre todo en el sector público. Privilegiados por la estabilidad del empleo que les protege del paro, los funcionarios y los empleados de las empresas nacionales se encuentran a menudo perjudicados por el nivel de las remuneraciones. Este descontento latente explica la multiplicación de las huelgas de correos, transportes, electricidad, seguridad social, etcétera.
Se pensaba que la vuelta al poder de la izquierda reduciría su número, ya que dispone de una simpatía en los sindicatos. Pero éstos están muy debilitados y divididos. Encuadran mal a los trabajadores, cuyas revueltas son a menudo dirigidas por grupos espontáneos que engendran coordinaciones inexpertas, que llegan difícilmente a negociar compromisos aceptables. Por otra parte, la organización de trabajadores más fuerte y mejor preparada, la CGT comunista, se entrega a una demagogia ciega dedicándose a echar gasolina sobre la menor chispa para transformarla en un incendio e intentando hacer populares reivindicaciones imposibles de satisfacer sin relanzar la inflación.
Después de dos años de un Gobierno de derecha que había beneficiado a las clases privilegiadas, las clases desfavorecidas que en la pasada primavera habían hecho posible el triunfo de la izquierda esperaban que éste les favoreciera a su vez. El mantenimiento del rigor les decepciona tanto más cuanto que la situación de la economía sigue mejorando lentamente. Michel Rocard maneja bastante bien esta situación difícil con una mezcla de comprensión y resistencia, de negociación en detalle unida a una intransigencia global. Pero explica mal su política y no consigue precisar su orientación de conjunto. En contra de la opinión de la mayoría de los observadores, no se trata de un problema de comunicación, sino de fondo.
Si el primer ministro no dice clararamente adónde va, es que no lo sabe. Desde su llegada al poder, da la impresión de dudar entre la fidelidad a las reglas de la Quinta República y la vuelta a las radiciones de la cuarta. En el plano parlamentario, se las ha ingeniado para volver a ésta. El partido socialista sólo dispone de una mayoría relativa en la Asamblea Nacional. Puede imponerse al conjunto de las fuerza; de la derecha, pero los comunistas pueden paralizarle si se unen a ellas. La mayoría de las veces desean hacerlo porque son contrarios a cualquier Gobierno de izquierda que no puedan controlar.
Con mucha habilidad, Michel Rocard ha navegado dos meses y medio entre la discusión presupuestaria y las reformas, obteniendo unas veces la abstención o el apoyo de los centristas, otras la abstención o el apoyo de los comunistas en el estilo parlamentario con que soñaban los patriarcas de antes de 1958. Estos ejercicios de equilibrio han exigido concesiones alternativas de un lado y de otro que no han engrandecido la imagen del Gobierno. Su jefe ha tardado demasiado en esgrimir el arma absoluta que le da la Constitución gaullista: ese artículo 49-3, que impide la coalición de la derecha y de los comunistas, porque éstos no pueden votar una moción de censura presentada por aquélla.
Estas habilidades parlamentarias reflejan la ambigüedad fundamental de la política rocardiana, que prolonga las incertidumbres del presidente Mitterrand desde su brillante reelección. ¿Quieren mantener los socialistas la bipolarización de la Quinta República, convirtiéndose poco a poco en el partido hegemónico de la izquierda, como las socialdemocracias nórdicas o los socialistas españoles?, ¿o quieren prolongar, modernizándola, la línea Guy Mollet de la Cuarta República: una alianza del centro excluyendo a los comunistas a la izquierda y a los gaullistas a la derecha? Jugando sobre los dos tableros, el partido francés más grande está difuminando su imagen. Si continúa por ese camino'se expone mañana a un desencanto aún mayor que el de hoy.
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