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Tribuna:LA ARBOLEDA PERDIDA
Tribuna
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Así hoy me desgajo

Aunque parezca mentira, aquel arrebatador caballo cartujano de la Escuela Ecuestre de Jerez se llamaba Soneto, siendo, bajo este inesperado nombre, un prodigio de blancura, de línea impecable, bailarín consumado, del que una vieja alemana, profesora de equitación, estaba enamorada, y todos los años regresaba de su país trayéndole regalos, recibiendo innumerables caricias y besos de Soneto, que se exaltaba en su baile cuando sabía que su anciana admiradora lo estaba contemplando.Yo, por aquellos veraniegos días de mi estancia en El Puerto, estaba dando recitales por distintas ciudades y pueblos, teniendo la ocasión de admirar a estos caballos cartujanos, estos emocionantes seres angélicos, brotes de la campiña jerezana, colgada de racimos de lustrosas uvas bajo los soles de septiembre. A ellos dediqué, como alabanza, estas sextinas reales: "De frente o de perfil, quietos, volando, / blancos, gráciles, puros, inocentes, / rayos de luz divinos y crecientes, / ciega y pura armonía galopando, / sois los altos caballos inmortales, / hijos del sol y espumas musicales. / ¿Quién no lo ve y a quién no le extasía / vuestro rítmico paso, vuestra pura, / perfecta rátidez, vuestra mesura, / vuestro sentido de la geometría? / Sois las medidas y exaltadas luces / que suben de los campos andaluces. /Yo os quisiera cantar, aunque quisiera, / incluyendo las gracias del jinete / que dulce y duramente os compromete, el alma que la música os trajera, / sabios jinetes hondos, soberanos, / en caballos, caballos cartujanos. / Y nada más, caballos que en el viento / iréis siempre en mi solo pensamiento".

Mientras yo resbalaba de versos tantos atardeceres de la provincia gaditana, comenzaron a morir, tocados de no sé qué maldita epidemia, centenares de aquellos prodigiosos caballos que habían llenado del sonar de sus cascos tantos cielos y paisajes casi solamente creados para ellos.

Pensé morir en aquellos mismos días, encontrándome tan sólo en los espacios con sonidos de equinos invisibles, pero reales a la vez, que no eran sino el anticipo de que por fin llegaba su muerte, su esperada muerte, desde hacía casi seis años, que aunque no había sido verdad, era registrada como si lo fuera, pues el hecho o simulacro de enterrarla había sucedido en aquella mañana, ante 20 o quizá 30 personas. ¡Oh, Señor, oh, Señor!

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No es posible escribir en medio de tanta confusión, entre dibujos, versos o prosas desvencijadas, cuando se presentan en el sueño o pesadilla tantas cosas terribles que uno no quisiera se presentaran, algunas blandidas de cuchillos, de tijeras para cortar sonando, de chirridos de rendijas o cosas que no quisiéramos haber visto jamás o no deseado imaginar nunca.

Vámonos mejor por ahí, en la noche, a saber cómo ha salido El hombre deshabitado, si fue mejor representada esta tarde -baje la sorprendente dirección de Emilio Hernández-, si después de hora y media de silencio el público prorrumpió con un aplauso lleno de sorpresa o un murmullo de frialdad por no haber comprendido casi nada. i Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena españolal. Tuvo que llegar la policía para desalojar el teatro. Pero ya la gente se había marchado. Indudablemente eran muchos podridos. Pero creo que ahora hay muchos más. No podemos escabullir al autor entre tantas luces, cimbreos de culos y canciones que sólo te inspiran a masturbarte: "Buscad, buscadlos: en el insomnio de las cañerías olvidadas, en los cauces interrumpidos en el silencio de las basuras, no lejos de los charcos incapaces de guardar una nube, una sortija rota o una estrella pisoteada...".

Yo quisiera ir viendo lo que nunca se vio, espantarme de nuevo con algo que no nos cause nin jún espanto, cagarme en algo que no nos importe demasiado, es decir, en la madre de alguien que nos pueda pegar 100 bofetadas. Yo no me atrevería a hacerlo, y menos ahora que tengo tanta pena y hay, quizá, que disimularla.

Pronto voy a pertenecer, por unanimidad, a la Real Academia de San Fernando, esa que se halla en la calle de Alcalá. Tendré que decir un discurso que me ha de contestar el pintor granadino Manolo Rivera. Creo haber dicho ya que hablaré de la pintura y la poesía, del signo y la palabra. Espero que con la palabra lo haré bien. No me atrevería a dejar un cuadrico mío junto a los Goyas o Zurbaranes porque, a decir verdad, se corre un gran riesgo. Lo que no me gustará es tener que ir casi todos los lunes, como lo hace el pintor Rivera y otros. Yo he entrado, creo, sólo dos veces en la Real Academia de la Lengua, esa que está en la calle de Felipe IV. Fue cuando me dieron un premio de teatro que me entregó, muy fríamente, el señor Leopoldo Calvo Sotelo, mientras yo contemplaba el retrato de Cervantes, atribuido a Juan de Jáuregui. Me dieron un millón de pesetas que hoy quisiera dármelo de nuevo por El hombre deshabitado.

Me gustaría también conceder un premio a las hormigas, a aquellas tenaces y nocturnas que destruían todos los días el jardín de mi casa de Punta del Este. Tiempos casi maravillosos, ya pasados.

Mi vida parece comenzar como un poema de José Zorrilla que creo se llama La carrera y se inicia con un largo verso de 14 sílabas y va disminuyendo, pasando por todos, hasta llegar a estos versos que dicen: "Oh ya, / quien ve / do, va".

Ahora he aumentado la luz que hay sobre mi mesa, tanto, que casi no veo lo que escribo. Quisiera hacerlo y que no me saliera nada. A veces a uno no le sale nada, o no le sale lo que quiere. Pero otras le sale a uno más y mejor de lo que quiere. O más largo de lo que desearía. O más corto.

Hoy quisiera que este nuevo capítulo de La arboleda... fuese un poco más extenso. Yo dispongo de algunos trucos. El mejor, añadir un poema. Mejor, si es nuevo. No tanto, si ya está publicado. Pero éste con que voy a terminar es casi inédito, pues le faltan pocos días para aparecer en las páginas de un libro: "Para algo llegaste, Altair, descendiste / de tu constelación en pleno día. / Nunca bajó una estrella / a enramarse del sol de los olivos, / ni la cal de los pueblos / pasó del blanco puro a ser más blanca / ni el viento de esa noche / a prolongar su canto más allá de la aurora. / Nunca se vio a una estrella a pie por los caminos, / ni pararse de pronto, detenerse, / señalando, rindiendo, iluminando / algo que no esperaba. / Para algo Altair descendió desgajándose / de su constelación aquella noche".

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