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Las 'hostess'

Leo un entrefilete de la Prensa neoyorquina que anuncia la defunción de Gwen Cafritz, la última de las anfitrionas político-sociales que tanto influyeron en la vida pública de la capital de Estados Unidos en los últimos 30 años. Era aquél un estamento de indispensable frecuentación para seguir los hilos de la complejísima vida washingtoniana durante los períodos presidenciales de la posguerra hasta la década de los setenta. Lo formaba un escalafón perfectamente definido, constituido todo él por damas de cierta edad, viudas, millonarias a ser posible, dispuestas a gastarse el dinero en recibir a los huéspedes del establishment americano y foráneo con regularidad y esplendidez, sin tomar. partido abierto en la dialéctica bipartidista interior y procurando ofrecer en sus invitaciones ocasiones y oportunidades para lograr contactos difíciles, encuentros diplomáticos interrumpidos, hacer accesibles los personajes a la Prensa y recoger, a su vez, información reservada para el Gobierno federal.Las hostess de mí tiempo eran seis o siete. Cada una mantenía una opción de sabor distinto en cuanto al ámbito hogareño y al público invitado. Las invitaciones eran para comidas de noche que empezaban muy temprano, entre siete y ocho. Había una hora de bebidas previas que elevaba la temperatura de las conversaciones y causaba una leve alteración en el tono de las palabras. El embajador británico Balfour lo llamaba "el acento Martíni". La cocina era casi siempre exquisita, francesa o italiana. Los vinos californianos no eran todavía, en aquella época, de Falcon Crest. Los detalles de cubiertos y manteles, minuciosamente cuidados. Era como una perfecta función escénica destinada a impresionar favorablemente, sobre todo, a los diplomáticos y visitantes europeos.

Las decanas de edad eran dos. Mistress Truxtun Beale, descendiente una antigua familia, con vínculos históricos en la capital, que poseía un bellísimo palacete, de los primeros que se levantaron junto a la Casa Blanca, la Decatur House, y que era en realidad un museo de retratos, documentos, grabados y muebles de época. Entrar allí era retroceder en el tiempo, hasta más allá de la guerra civil, y asomarse al origen de la gran República y a los años de las guerras navales con Inglaterra. Decatur fue el oficial legendario que dijo la frase memorable: "Right or wrong, my country". O como repitiera, creo que Cánovas, muchos años después: "Con la patria siempre, con razón o sin ella". Las tertulias eran en casa de la Beale retrospectivas e historicistas.

La otra decana de antigüedad era la princesa Alicia. Con ese nombre de romance se designaba a la hija del primer matrimonio de Teodoro Roosevelt, el que fue -presidente americano desde 101 a 1909 y nuestro enemigo activo y directo en la guerra de Cuba. Alice Longworth tenía una memoria llena de matices y de ingenio. Menuda de cuerpo, con una blanquísima mata de pelo y unos ojos azules inquisitivos y guasones, contaba sin cesar anécdotas de su tiempo principesco. Pasé muchas veladas, sentado junto a ella, pidiéndole datos de los viajes que realizó con su padre a Europa y de las semblanzas de los personajes que ella había tratado y conocido. Explicaba muy bien cómo Teddy Roosevelt había sentado los nuevos principios de la política exterior norteamericana haciendo posible la intervención militar en la primera guerra europea. Ella me señaló asimismo la importancia que tuvo la presencia diplomática estadounidense en la conferencia de Algeciras. ¿Hay nada más cercano a la historia que el testimonio verbal de gentes despiertas que describen a los protagonistas que han tratado y escuchado antes de que se convirtieran aquéllos en acartonadas figuras del pasado?

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Los Robert Woods Bliss eran un matrimonio de mucha edad, inmensa fortuna y fuerte vinculación con el mundo cultural y universitario de Harvard. Su finca de Dumbarton Oaks, llena de objetos y documentos de la época bizantina extraordinarios, entró en la historia contemporánea por haberse celebrado en ella la conferencia de 1944, en plena guerra mundial, entre la Unión Soviética, China, el Reino Unido y Estados Unidos para sentar las bases de una organización internacional en la posguerra que sustituyera a la Sociedad de Naciones.

Había una de las hostess comprometida con el mundo conservador más duro y afilado. Tenía una espléndida mansión decimonónica en la calle F, zona urbana, entonces, muy in... Era alta, ligeramente hombruna, con una voz potente y una dialéctica elemental de martillo pilón. Las reuniones acababan en un sermón antisoviético, con alusiones a las blanduras ocasionales del Gobierno republicano vigente. (Era entonces presidente Eisenhower, y secretario de Estado, Foster Dulles.) En cambio, hablaba bien de Rusia otra anfitriona, quizá la más espectacular de todas: mistress Merriweather Post. Era dueña de una gran empresa alimenticia y mujer de agudo sentido financiero. Había sido elegida la mujer más hermosa del año en su juventud. Tenía un cuerpo todavía muy atractivo y una elegancia deslumbrante en su ropero y atavío, con joyas espectaculares. Casó, una de las veces, con el embajador Joseph Davies, y dejó en la Rusia comunista un recuerdo imperecedero por sus fiestas y recepciones. Adquirió en Moscú una vajilla perteneciente a Catalina de Rusia y otra porción de extraordinarios objetos de arte, así como una colección de iconos deslumbrante. Tenía algo de reina madre destronada cuando presidía sus comidas y sobremesas, mientras los invitados curioseaban sin cesar en salones y galerías en las avenidas iluminadas del frondoso jardín.

Perle Mesta era también un ejemplar extraordinario de esta institución. Fue una de las primeras embajadoras americanas en Europa y realizó, en Luxemburgo, una tarea muy inteligente, encaminada a levantar la economía del principado, gravemente averiada durante la guerra. Al volver a Norteamérica fue festejada por la Prensa y la opinión. Alegre, dicharachera, sin respetos humanos, generosa sin límites, daba unas recepciones multitudinarias con periodistas, artistas de Hollywood, gente joven, parlamentarios y embajadores. Su biografía fue representada en clave de humor, en Broadway, con una comedia musical, Call me madam, de gran éxito en las carteleras.

La última en llegar a ese reducido gremio era la ahora fallecida Gwen Cafritz. Era una mujer de origen centroeuropeo, sin belleza excesiva, pero grandemente comunicativa. Su padre fue el famoso investigador médico Laszlo Dete Desurany, coautor con Wassermam del universal test que lleva su nombre. Su marido era un constructor de conjuntos inmobiliarios en el gran Washington en expansión.

Poseía una gran residencia en Foshall Road, envuelta en una hermosa foresta. Sus invitados preferidos eran los magistrados de la Corte Suprema, los embajadores europeos y los periodistas de la gran Prensa, el Washington Post, el Star y los columnistas y corresponsales del New York Times. Gwen Cafritz organizaba las ocho o 10 mesas de comensales y las iba recorriendo, una a una, proponiendo un motivo de discusión o invitando a una personalidad extranjera a pronunciar un breve discurso. Los periodistas eran conminados a relatar las noticias confidenciales de la grande, y chismosísima, capital.

Este mundo de las hostess duró hasta la guerra de Vietnam. Algo cambió sustancialmente a partir de ese conflicto perdido que tan gravemente afectó a la conciencia nacional. Fue una sacudida material y moral de todo el país. Y aquella sociedad, con sus usos y personajes, se fue desvaneciendo lentamente en el ocaso de la noche del tiempo.

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