Por una reserva federal
Fue José Luis Pinillos quien, creo recordar que a finales de la década de los sesenta, definió la España de aquel entonces como . una sociedad de diacronías". Al margen de su estricta acepción lingüística, el término hizo fortuna para describir una sucesión de fenómenos sociales, aparentemente contradictorios, que no permitían encarar el futuro en un sentido unidireccional. Ni positivo ni negativo. Han pasado algunos años, ha llovido mucho, murió el general, estamos en un sistema plenamente democrático según los moldes circundantes... y seguimos en la diacronía. Al menos como término opuesto a la sincronía. Aunque, quizá, para aproximarnos a la realidad pública que nos rodea, convenga abandonar la semántica y entrar decididamente en el área de las enfermedades. Mentales, por supuesto. Y, dentro de ellas, propongo humildemente el de "España, una sociedad esquizofrénica" para sustituir, a la altura de los tiempos que corren, la afortunada expresión de Pinillos. Dado que ya no se puede emplear, por sus resabios marxistas, como se sabe superados en el horizonte 2000, la tradicional expresión de dialéctica histórica, se me pernútirá la utilización que, de antemano, concedo, puede resultar, además de espuria, pretenciosa. Pero que puede servir, al menos a mí, si no para aclarar ideas, por lo menos para airearlas. Lo cual nunca es desdeñable.Vayamos al grano. Este periódico publicó no hace muchas semanas una encuesta sobre los valores predominantes en la actual sociedad española. Y también sobre los más apreciados. Los resultados eran estimulantes: hemos asimilado con plenitud el sistema de valores democráticos y apreciamos, ante todo, la libertad. Estupendo. Somos libres. Bien es verdad que la encuesta también decía otras cosas tales como que socialmente predominaban el afán de hacer dinero fácil, la competitividad y el despilfarro. Curiosa dicotomía entre lo que decimos ser y lo que somos. ¿Dicotomía o desdoblamiento de la personalidad, es decir, esquizofrenia? A. juzgar por lo que cualquiera puede leer todos los días en los periódicos, más bien lo segundo. ¿Cómo explicarse si no que en este país, tan democrático él, cada vez que alguien hable de la instalación de una cárcel, un centro de recuperación de drogadictos o una escuela para la integración de los gitanos, lluevan los pliegos de firmas, y a veces algo más que eso, de protestas? La masificación de las cárceles es una lacerante realidad denunciada por tirios y troyanos.
El problema de la droga, con su secuela de muerte y delincuencia, asola hoy a miles de familias y es objeto, con toda la razón, de denuncias a los poderes públicos por su escasa receptividad ante él. Los gitanos son un colectivo discriminado, asediado, marginado también por la democracia, que no ha sido capaz de afrontarlo. Son tres ejemplos a los que se podían añadir otros: enfermos del SIDA, ancianos, mendigos, alcohólicos y un largo etcétera. Nadie discute que esta sociedad crea marginación. Pero, a la hora de asumir responsabilidades, los colectivos ciudadanos se inhiben y prefieren endosárselas a un hipotético vecino que, a su vez, hace lo mismo con el suyo.
Resultado de encuestas aparte, no parece que la solidaridad sea, entre nosotros, un valor democrático en alza. Es más, tal y por donde van las cosas, la Administración del Estado va a tener que pensar seriamente en crear una especie de reserva federal, o territorio comanche, donde ir enviando a todos aquellos colectivos que por unas u otras razones plantean problemas de integración, de salud o, como se dice ahora, de reinserción social. Cabría pensar también, una vez acotado convenientemente el terreno, si no podrían instalarse allí los campos de tiro, las centrales nucleares, lo que quede de las bases americanas y los pantanos, que alguno habrá, por construir. No quisiera homologar cuestiones de diversa naturaleza ni homogeneizables protestas, algunas de las cuales están más justificadas que otras. Lo que sé me ocurre es un método sencillo y directo de acabar con la esquizofrenia que vivimos. Así podríamos disfrutar a gusto de nuestra libertad sin pensar en zarandajas de solidaridad. Además, con las correspondientes exenciones fiscales y las obligadas facilidades de inversión para los capitales extranjeros, más algún plus añadido por índice de peligrosidad, la reserva federal podría ser a corto o medio plazo un emporio de riqueza que acabaría con el problema de la marginación, solucionando así de un plumazo lo que por las vías ordinarias, léanse los Presupuestos Generales del Estado, lleva camino de no resolverse nunca. O, lo que es todavía peor, de ser aceptado como una consecuencia inmodificable del sistema, que puede únicamente paliar, y por supuesto reprimir, la marginación, pero no afrontarla en sus raíces. Por su lado, la ciudadanía podría liberarse de la esquizofrenia que la domina. Y España, una vez más, abriría nuevos horizontes a los que se dirigirían las miradas del resto de las naciones civilizadas.
Por supuesto que aún quedarían otras esquizofrenias por curar. Por ejemplo, la de ser al tiempo socialista y sindicalista. Pero ésa pertenece a otra área y para ella no hay reservas federales que valgan. Y aunque a algunos, de crearse, también les gustaría enviar allí a Nicolás Redondo. Pero ésa es otra página de nuestro particular diagnóstico sobre la actual sociedad española que podría definirse como el síndrome de Fort Apache. Y que afecta primordialmente al poder político. Este país, desde que es una democracia, ya no es políticamente el Far West. Pero no deja de ser curioso que algunas de sus imágenes, y de su mitología, se presten a paralelismos con la realidad española actual. Y así, entre la creación de una reserva federal que parecen pedir a gritos algunos sectores sociales y el síndrome de Fort Apache que padece el poder, por no se sabe qué extraños deslizamientos de las estrellas, la solidaridad no sólo no es un valor en alza, sino que corre el riesgo, real, de quedar olvidada en el baúl de los recuerdos de otros tiempos donde se la consideraba como contrapunto imprescindible de la ansiada libertad.
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