El Ballet del Teatro Lírico, en la encrucijada
La temporada se cierra con éxito de público
La temporada que el Ballet del Teatro Lírico Nacional (BTLN) acaba de terminar en Madrid ha supuesto, por varios conceptos, un éxito para la compañía oficial, que pronto cumplirá 10 años de existencia. El teatro ha estado lleno todas las noches, incluso cuando no bailaban ni Julio Boorca ni Maia Plisetskaia; se han presentado algunos fragmentos de obras clásicas que han supuesto un paso adelante en la apropiación de una herencia cultural que es imprescindible hacer nuestra.
Al cerrar la temporada se ha podido apreciar una subida del nivel general, materializada en la aparición de varios jóvenes valores -Carmen París, Muriel María, Eva López-Crevillén, Adriana Salgadó, Eva María Pérez, Manuel Armas y José Antonio Quiroga, entre otros-, que mueven al optimismo respecto al futuro de la danza clásica en este país.Pero, al mismo tiempo, las dos semanas escasas de actuaciones han abierto algunas interrogantes que no pueden sino profundizar la preocupación que muchos aficionados sienten ante una agrupación que ha cambiado tres veces de dirección y orientación artística en su agitada década de existencia y que por eso mismo sigue presentándose como una compañía crónicamente principiante, sin perfil claramente definido y cuyos mayores méritos siguen siendo, como hace cuatro años, el mero hecho de existir y los fouéttés de Arantxa Argüelles.
Sólo el hecho de que la gran estrella soviética Maia Plisetskaia sea ahora la directora artística de la compañía puede explicar decisiones como haber archivado todo el repertorio acumulado en los últimos años -que incluye obras maestras de Tudor, Béjart y Balanchine, que la compañía llegó a bailar bastante bien- en beneficio de cosas como la Carmen de Alberto Alonso o que se haya renunciado a montar la versión completa de El lago de los cisnes, que hubiera supuesto un paso de gigante hacia la consolidación de lo que se supone aspira a ser el Ballet del Teatro Real, para concentrar el presupuesto y las energías disponibles en la confección a medida de un vehículo de éxito para la directora, la María Estuardo de José Granero, que, a pesar de su envoltura de lujo, no resiste una segunda visión.
La Medea que Granero hizo para el Ballet Nacional de España se apoyaba por igual en la vigencia de la tragedia clásica y en la fuerza del baile flamenco: fue un éxito porque bastaba con la habilidad y el oficio de un organizador escénico para darle vida. En la María, las apoyaturas son la escenografía y la ambientación sonora: no bastan, ni siquiera con Maia Plisetskaia de por medio. José Granero no domina el lenguaje metafórico del movimiento con maestría suficiente para sugerir el mundo interior de los personajes e ir creando tensión dramática hasta el esperado desenlace final y, con la excepción de la directora -que no tiene gran cosa que hacer-, a todos los personajes, incluyendo al coro de hombres de hierro, les falta fuerza y capacidad de proyección desde la escena. Es de esperar, sin embargo, que el reclamo de la diva en un nuevo papel sirva para que la compañía haga alguna gira y pueda foguearse bailando Paquita. Pero se trata de un comienzo inquietante.
A pesar de que en la María... no se aprecie, la compañía, en conjunto, ha mejorado, y un ballet como el de Ray Barra, Hoja de álbum, que no tiene interés en sí mismo, sirve fundamentalmente para comprobarlo, aunque las circunstancias en que se representó con el pianista Agustín Serrano tocando las piezas de Mendelssohn en un palco de platea, de espaldas a los bailarines, constituyan una de las cimas del surrealismo teatral europeo. Como coreógrafo, Ray Barra nunca debió permitir que se representara así, y como director estable que es de la compañía, sería deseable que sacrificara su afán de estrenar un ballet propio cada año, mientras joyas como la Serenade de Balanchine, por ejemplo, caen en el estado de deterioro en el que se la pudo ver durante la representación del pasado mes de septiembre, cuando el Ballet actuó en Reggio Emilia.
Mejoría perceptible
Por lo demás, la mejoría es perceptible, pero no milagrosa, como quizá querrían los maestros del Bolshoi, Azari Plisetski y Valentina Sabina, que llevan ya año y medio trabajando con la agrupación. Estilísticamente, el cuerpo de baile de El lago de los cisnes y de Paquita está mucho más centrado y presentable que el que se vio hace unos meses en la representación de Las silfides, pero la escasez de solistas con experiencia y seguridad ha movido a forzar un poco la máquina. Adriana Salgado, por ejemplo, que tuvo un espléndido debú como reina de los cisnes -un papel en el que no encajaron ninguna de las dos primeras bailarinas oficiales-, no pudo sostener el esfuerzo, y la segunda noche resultó a los ojos del público asistente como descentrada y principiante. Después, para corroborar esta impresión, en su variación de Paquita se pudo ver que no está técnicamente madura para papeles de tanta responsabilidad. En cambio, otras jóvenes han mostrado una preparación técnica más completa, pero el riesgo de pretender quemar etapas en la formación de bailarinas es muy grande, como se pudo comprobar en el caso de Muriel María. Varios de los hombres de la compañía están continuamente bailando por encima de sus posibilidades: lejos de mejorar, se estancan en una especie de autocomplacencia en la que no es fácil encontrar la salida positiva.En los últimos tiernos la compañía ha adquirido dimensiones de gran ballet: 60 bailarines en plantilla, es decir, un tercio más que el Joffrey de Nueva York, y más del doble de los que tiene el Ballet de la ópera de Lyon. Demasiado, quizá, para una infraestructura tan poco ágil, una orientación artística tan poco clara y unas oportunidades de actuar tan escasas como tiene el Ballet del Teatro Lírico.
Babelia
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