Una cima del Antiguo Régimen
El autor de este artículo propone una serie de puntos de vista que analizan las consecuencias de la política comercial y los programas de gobierno de Carlos III. Del 12 al 16 de diciembre se reunirán en Madrid una serie de especialistas que participarán en el congreso Carlos III y la Ilustración.
La política económica de Carlos III y en general las reformas que durante su reinado llevaron a cabo los ilustrados son objeto de diversos y muy encontrados Juicios. Para algunos, en la Ilustración hay que situar los orígenes de la modernización de España gracias al establecimiento de unos nuevos objetivos políticos -el crecimiento productivo y el bienestar material de todos los súbditos- y a la utilización de nuevos instrumentos, como la ampliación del mercado de recursos y productos o la abolición de privilegios corporativos. Para otros observadores, tales programas significan en realidad un último intento por hacer económica y políticamente viable el modelo feudal al que, según ellos, respondía la sociedad del Antiguo Régimen.La diversidad de juicios y opiniones sobre la política económica de los ilustrados se deriva del carácter ambiguo y transitivo de sus programas de gobierno y de sus actitudes personales. Vistos desde nuestra perspectiva, en ellos encontramos una mezcla de reglamentarismo mercantilista y laissez-faire, y nos parecen situados a medio camino entre la sociedad estamental que regían -y querían reformar- y la sociedad liberal que sólo algunos de ellos vislumbraban.
Campomanes -como señala Concepción de Castro- impulsó el libre comercio de granos en el interior de España y abogó por la equidistribución de las explotaciones agrarias entre labradores medianos y pequeños, pero defendió también la preservación de los grandes patrimonios nobiliarios, amparados en su integridad por la institución del mayorazgo. Cabarrús hizo realidad en España el mercado de activos financieros, la creación de grandes sociedades por acciones, abiertas a todos, y la circulación de papel moneda, pero también erigió una compañía de comercio privilegiada y se preocupó repetidamente de que le fuera adjudicado, a él mismo y al Banco Nacional que proyectó, el lucrativo monopolio de la exportación de la plata.
Corregir posiciones
A pesar de estas contradicciones -evidentes sobre todo si las juzgamos 200 años después- creo que puede entenderse el movimiento ilustrado como una sucesión de generaciones en las que a partir de elementos comunes -racionalismo crítico, fe en el mercado, reformismo antirrevolucionario- se fueron corrigiendo posiciones y se fueron delimitando políticas cada vez más coherentes que desembocaron en un programa netamente liberal. Ciertamente los hechos externos, las guerras contra los británicos, los efectos de la revolución en Francia, la política expansiva de Napoleón, contribuyeron decisivamente a la conmoción del antiguo orden institucional, pero los protagonistas eran los mismos que habían gobernado las últimas etapas de aquel orden.
Hay un período apasionante en que coinciden, en puestos de responsabilidad pública, la primera y la segunda generación de ilustrados: Campomanes, Floridablanca, Jovellanos, Cabarrús. Se trata de los últimos 10 años del reinado de Carlos III. Entre 1778 y 1788 se llevaron a cabo una serie de medidas de política económica que situarían al Estado del Antiguo Régimen en unos niveles de eficiencia previamente desconocidos. Algunos autores han insistido en los últimos años en el aumento del gasto público que se produjo a partir sobre todo de la intervención de España en la guerra de la independencia de Estados Unidos y en el desorden financiero que ello provocó. Pero no se ha subrayado tanto el hecho de que después de la paz, y a partir de 1784, la deuda pública creada a raíz de aquel conflicto -los famosos vales reales- llegara a apreciarse en el mercado por encima de la par a lo largo de una década. La apreciación de los vales reales fue posible porque el Gobierno ilustrado logró alcanzar el equilibrio presupuestario y elevó el nivel de los ingresos fiscales después de 1780. La suficiencia del cuadro tributario y la seguridad en el pago de los intereses afirmó la confianza de los inversores en deuda pública.
Además hay que tener en cuenta que tales aumentos de la presión fiscal y de las emisiones de deuda no desviaron recursos excesivos desde la inversión privada ni generaron inflación. A pesar del incremento de la oferta monetaria -muy importante después de 1780-, tanto en metal como en billetes, los precios crecieron a una moderada tasa del 1,3% anual entre 1784 y 1794. La explicación puede residir en los hechos: en una clara elevación del producto interior y en un aumento del volumen de importaciones. La legislación liberalizadora del comercio con América pudo dar lugar a ambas cosas. Por una parte debió de estimular la productividad de aquellas zonas en las que se obtenían bienes exportables al Nuevo Mundo, sobre todo de origen primario. Por otra, las contrapartidas metálicas de las mercancías llevadas a América alentaron la importación de manufacturas europeas.
De ese modo no hubo una excesiva presión del consumo sobre la oferta interior, a la vez que la favorable evolución de los negocios -perceptible en la extraordinaria multiplicación de los envíos a Indias- nutrió la formación de ahorro interior, parte del cual seguramente se colocó en vales reales en tanto que el Estado siguió inspirando confianza. Es también probable que otra parte de ese ahorro fuera a parar años más tarde a la inversión en fincas desamortizadas.
Es obvio que el Estado del Antiguo Régimen dejó de funcionar equilibradamente después de 1790, y sus causas son de sobra conocidas. Es asimismo cierto que el poderío industrial creciente de Gran Bretaña suponía una condena a corto plazo del control por España del mercado americano. Pero aun así, si ya en el siglo XIX la economía española hubo de reorientar su comercio exterior, tras la pérdida de las colonias, hacia el norte de Europa -como Leandro Prados ha demostrado-, habría que preguntarse si ello no tuvo lugar precisamente gracias al aumento de la eficiencia productiva y exportadora que la política comercial de Carlos III había hecho posible.
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