Sin pecado concebida
Entre los inevitablemente numerosos centenarios ofrecidos este año de 1988 ninguno parece haber despertado menos eco que el de Jean Marie Guyau, poeta y filósofo francés nacido en 1854 y muerto a los 34 años en Menton. Fernando Savater hace una semblanza de este pensador, que representa lo más amable de su época.
Pese a la brevedad de su vida y a que la enfermedad que habría de matarle le afligió desde su adolescencia, Guyau escribió mucho en verso y en prosa. Hoy es sumamente dificil encontrar ediciones de sus obras en francés, por no hablar de las casi inexistentes traducciones, pero en su día fue un pensador influyente. Los anarquistas españoles de finales del pasado siglo le conocían bien y su concepción moral aparece explícitamente mencionada por los más informados de ellos. Es lícito señalar que Guyau no fue esa cosa impresionante y un poco antipática: un gran pensador. Algo panteísta, bastante evolucionista, vitalista convencido, epicúreo por convicción y estoico por mala salud, Jean Marie Guyau representa bien lo más amable de su época y de su país. La finura nítida de su estilo no desmerece junto al de Bergson, al que, según algunos críticos, supera en calidad. Sorprende en él cierta patética ausencia de malicia y cierta necesidad de amor eterno, algo así como un candor intacto, pero firme. Como Spinoza, ese otro pudoroso creyente en la religión sin superstición -es decir, en la armonía impersonal-, Guyau padeció, mientras fue recordado, la inquina de los clérigos en cuanto supuesto representante de la más desenfrenada impiedad.A pesar de haber escrito acerca de diversas cuestiones, notablemente en tomo a estética, y ser autor de un extenso poema en prosa sobre antropología religiosa (Vers l'irreligion de l'avenir), que algunos consideran su obra más importante y que constituye sin duda una especie de testamento espiritualista, más que espiritual, lo más perdurable de Guyau es su teoría ética, contenida en un libro de título poco eufónico: Bosquejo de una moral sin obligación ni sanción, que fue publicado en 1885. El dato a partir del cual inicia su reflexión no es el deber, ni tampoco ninguna otra inspiración articulada, provenga de lo sobrenatural o de la razón, sino la voluntad: "Existe el mundo desconocido y existe el yo conocido. Ignoro de lo que soy capaz en el exterior y no tengo ninguna revelación, no oigo ningunapalabra que resuene en el silencio de las cosas, pero sé que interiormente quiero y es nú voluntad lo que fundará mi poder. Sólo por medio de la acción se adquiere confianza en sí mismo, en los otros, en el mundo. La pura meditación, el pensamiento solitario termina por hurtarnos fuerzas vivas". Esta profundización hacia la voluntad trasciende el nivel consciente al que normalmente se atiene la consideración ética tradicional: "La mayoría de los moralistas no ven más que el dominio de la consciencia, pero es, sin embargo, en el inconsciente o en el subconsciente donde está el verdadero fondo de la actividad". El moralista científico, desprovisto de prejuicios religiosos o sociales, deberá buscar el asentamiento ético en aquello en lo que confluyen los impulsos inconscientes y la deliberación racional. Tal cantusfirmus es precisamente la vida, en tanto instintos y razón coinciden en querer asegurarla, intensificarla y diversificarla. Así, pues, "la parte de la moral fundada única y sistemáticamente sobre hechos positivos puede definirse como sigue: la ciencia que tiene por objeto todos los medios de conservar y acrecentar la vida, material e intelectual".
Egoísmo y altruismo
En el anhelo vitalista se confunden y superan las posiciones tradicionalmente llamadas egoísmo y altruismo. Lo fundamental es que la vida nunca se repliega sobre sí misma: como el fuego, sólo se conserva comunicándose. El altruista es quien ama la vida que hay en él hasta el punto de defenderla y protegerla en sus semejantes. Por apego a la vida, se pone en el lugar del otro: el altruista es un egoísta con imaginación y viva sensibilidad. Los impulsos sociales brotan de esta exigencia vital de intensificar y propagar la vida, reforzados por el mecanismo sexual de reproducción que tanto ha hecho por la socialización humana, ajuicio de Guyau. En el mismo sentido, la vida gusta de la experiencia y de aumentar su complejidad, es decir, ama el riesgo. La frigidez timorata de los moralistas no ha concebido su papel ético fundamental al gusto por el atrevimiento y la aventura, que son las dos formas no penitenciales del desprendimiento: "Exponerse al peligro es algo normal en un individuo bien constituido moralmente; exponerse por otro no es más que un paso más en la misma dirección. La abnegación se incorpora así a las leyes generales de la vida, a las que parecería en principio escapar completamente. El peligro afrontado por sí mismo o por otro -intrepidez o abnegación-no es una pura negación del yo y de la vida personal. es esa misma vida llevada hasta lo sublime".
Puesto que brota de la propia vida, encarnada como un mismo afán en cada uno de los seres humanos, esta moral no conoce el pecado ni la obligación en el sentido kantiano del término. Todas las voluntades buscan la felicidad, es decir, la intensificación y extensión de la vida: el malo cree que su bienestar es incompatible con el de los otros; el bueno sabe que la vida más intensa pide la complicidad más amplia y la comunicación más completa. No hay otra diferencia entre ambas posturas. Precisamente lo que asegura que una disposición es realmente moral es el no necesitar de las sanciones y coacciones que habitualmente refuerzan las leyes religiosas o civiles: "Cuanto más sagrada sea una ley, más desarmada debe estar, de suerte que, en lo absoluto y fuera de las convenciones sociales, la verdadera sanción debe ser la completa impunidad de la cosa cumplida. Así veremos que toda justicia propiamente penales injusta; aún más, toda justicia distributiva tiene un carácter exclusivamente social y no puede justificarse más que desde el punto de vista de la sociedad: de una manera general, lo que llamamos justicia es una noción puramente humana y relativa; sólo la caridad o la piedad (sin el sentido pesimista que da a esta palabra Schopenhauer) son ideas verdaderamente universales, que nada puede limitar ni restringir". Esta concepción tan abierta subyace a su explícita falta de simpatía por los representantes más cualificados de las antiguas formas de sanción represiva en este mundo o en el otro: "Los reyes se van; los curas se irán también. Es inútil que la teocracia se esfuerce por trabar compromisos con el orden nuevo, concordatos de algún otro tipo: la teocracia constitucional no tiene más posibilidad de satisfacer definitivamente a la razón que la monarquía constitucional". Y su visión de la justicia no como simple institución defensiva de la sociedad vigente, sino como tarea ética colectiva, alcanza las más altas cotas de valiente generosidad: "A la justicia estrecha y demasiado humana, que niega el bien a quien ya bastante desgracia tiene con ser culpable, hay que sustituirla por otra justicia más amplia, que da el bien a todos, no sólo ignorando con qué mano lo da, sino no queriendo saber tampoco qué mano lo recibe".
La suavidad mediterránea del clima de Menton lo había convertido en uno de los asilos predilectos de los poitrinaires: años atrás, por allá paso también Stevenson, que en las mismas fechas en que se editaba el Bosquejo de una moral moría en las remotas orillas del Pacífico sur. Allí pasé sus últimos años Jean Marie Guyau, en compañía de su esposa, hija del también filósofo Ernest Fouillée, su maestro y amigo. El joven agonizante escribió: "Tanto en lo moral como en lo fisico, el ser superior es el que une la sensibilidad más delicada con la voluntad más fuerte; en él el sufrimiento es sin duda muy vivo, pero provoca una reacción aún más viva de la voluntad; sufre mucho, pero actúa más, y como la acción es siempre gozo, su gozo desborda generalmente a sus penas". Son palabras que podría suscribir Nietzsche, quien por esos mismos días, y no muy lejos de allí, en la colina de Eze, ante idénticos paisajes, escribe su Así habló Zaratrusta. Nietzsche leyó y anotó a Guyau, al que dedica alguna pulla, pero que sin duda dejó huella en su pensamiento. Muchos rasgos no tanto de pensamiento como de temperamento intelectual les distanciaban: la melancolía y la dulzura de Guyau, su anhelo laicamente religioso de final armonía universal, su ceguera ante la perennidad del conflicto en la entraña de la vida misma, todo ello no podía encontrar simpatía en Nietzsche.
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