El 'harakiri' del mensajero
LA NEGATIVA del director del espacio España a las ocho, de Radio Nacional, a informar sobre el último comunicado de la organización terrorista ETA, acogiéndose a la cláusula de conciencia, y su destitución por este motivo han sacado a la luz pública el nunca cerrado debate sobre las relaciones entre información y terrorismo. En todos los países democráticos que tienen que hacer frente al embate del terror el problema se plantea con recurrencia sistemática: ¿hasta qué punto es lícito informar sobre las actividades de grupos que tienen como fin acabar con el sistema democrático? O, dicho de otra manera, ¿no estaría justificado imponer límites a la divulgación de noticias referentes a los terroristas y su entorno e impedir así hacerles el juego en su guerra de propaganda?En este debate, que se manifiesta hoy en todo su apogeo en el Reino Unido, España no es una excepción; los problemas que subyacen en las citadas preguntas están permanentemente presentes en los medios políticos y periodísticos. Las recetas que se ofrecen para su tratamiento son múltiples y contradictorias; las que se dan en los sectores sociales más sensibles a los valores democráticos difieren, lógicamente, de las que se barajan en los ámbitos del poder, en los niveles gubernamentales directamente manchados en la lucha antiterrorista o entre los partidarios de la seguridad por encima del resto de las señas de identidad de una sociedad de libertades. No es extraño que haya sido precisamente en estas zonas donde se prodiguen los apoyos a la actitud del hasta ahora responsable de España a las ocho, por más que la invocación en este caso de la cláusula de conciencia parezca improcedente, además de implicar una confusión conceptual.
La cláusula de conciencia es un derecho fundamental reconocido en la Constitución que, aunque falto de regulación legal, es directamente invocable y aplicable. En lo que se refiere a la profesión periodística, y en tanto se procede a una determinación positiva de su contenido, hay coincidencia en que se trata de un arma legal a la que puede recurrir el periodista para proteger su integridad profesional y deontológica de cualquier imposición ideológica contraria a su conciencia., o de manipulaciones informativas que no respeten los principios éticos del periodismo, de los que la veracidad es el más relevante.
Ampararse en este derecho para retener una noticia o para negarse a elaborarla no sólo es un abuso hacia los receptores de la información, sino que constituye un ataque al propio derecho de información que la jurisprudencia constitucional ha declarado prevalente -en cuanto generador de una opinión pública libre esencial para la democracia- sobre otros derechos fundamentales de contenido más subjetivo.
Si hay alguien que está obligado a respetar el derecho de la sociedad a estar informada, éste es el profesional de la información, por más que, como en el caso del terrorismo, sienta repugnancia por la noticia de que es transmisor. Matar al mensajero es el deseo oculto de todos aquellos que no admiten que se desvele su incapacidad en la resolución de los problemas públicos. Que sea el propio mensajero quien se haga el harakiri es un acto de entreguismo a la política del silencio informativo y la negación de lo que constituye la esencia de la profesión periodística.
Por lo demás, y a reservas de que un debate de fondo arroje más luz sobre el asunto, los problemas que plantea la información sobre el terrorismo deben ser resueltos, antes que nadie, por los propios periodistas. Son ellos, y no discutibles medidas de los Gobiernos, quienes mejor pueden establecer, en diálogo abierto con la sociedad, la diferencia entre información y mensaje en la actividad terrorista.
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