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Semblanza de un asturiano

Cuando me preguntan acerca de las gentes que rodearon a mi padre suelo distinguir los que fueron discípulos de los que fueron amigos. Los primeros quedaron cautivados por su magisterio; los segundos, por su calor humano. Tuvo discípulos fidelísimos, pero que no pasaron del umbral de la amistad, y tuvo amigos a quienes no importaba demasiado sus ideas y sus escritos y sí en cambio su trato personal.Valentín Andrés Álvarez fue, a la vez, discípulo y amigo, amigo al que se le hacen confidencias que no se hacen al discípulo y que, como buen amigo, aunque lo lamentemos, ha sido discreto y no las ha contado. Una amistad la de Valentín con mi padre- que no desmayó en los años difíciles de la posguerra en que decirse amigo de Ortega no facilitaba precisamente las cosas. Yo heredé esa amistad y sintonicé muy bien con Valentín a pesar de no ser coetáneos, quizá porque tengo la sospecha de haber llegado a este mundo 25 años tarde, justamente los que nos separaban en edad. En nombre de esa amistad frecuentada acepté muy gustoso la petición, tan honrosa para mí, que me hizo el Centro Asturiano de Madrid, de participar en una reunión de recuerdo y homenaje a este asturiano de pro, homenaje y recuerdo que hoy reitero aquí.

A pesar del largo trato que tuve con él, fue Valentín para mí siempre una interrogación. Y sigue siéndolo. Porque es difícil encontrar el sentido de la vida de un hombre como Valentín, aficionado a todo, probador de cien oficios, gozador de experiencias varias. Sólo podemos decir, remedando un poema de Gerardo Diego:

"Que no fue lo que fue, / fue lo que no fue".

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Se ha contado mucho -lo refería él mismo- que mi padrele recibió un día con esta pregunta: "Valentín: ¿qué ha dejado usted de ser hoy". Porque, en efecto, fue poeta, novelista, autor teatral, economista, matemático, profesor, decano y bailarín. Sí, gran bailarín de tango argentino en los años que el bandoneón triunfaba en París. Él ha narrado muchas veces que enseñó a bailar el tango a una hermosa francesa, de la que estaba encandilado, con todos los pasos al revés, para que no pudiera bailar con ningún otro. Y todas esas cosas las llevó a cabo con calidad y entusiasmo.

Asturiano hasta la cepa, volvía, como todo buen asturiano, de cuando en cuando a su tierra para reponer vitalidad, para cargar sus baterías espirituales y lanzarse después a alguna nueva actividad en Madrid, en París o donde fuera menester.

Cuando nacía Valentín Andrés Álvarez el año 1891, morían el poeta Rimbaud y la inquietante sor Patrocinio, la monja de las llagas. Nacían Prokofiev e llya Ehrenburg; el general Boulenger se suicidaba por amor y Gauguin se quedaba en Tahití. Su ilustre paisano Clarín publicaba Su único hijo -para mi gusto su mejor novela-, Conan Doyle lanzaba las primeras Aventuras de Sherlock Holmes y óscar Wilde hacía su Retrato de Dorian Gray, que pareció entonces tan escandaloso, mientras León XIII promulgaba su revolucionaria encíclica Rerum novarum y en Madrid se publicaba el primer número de Blanco y Negro. Había, ¡cómo no!, hambre en Rusia y terremotos en Japón, pero Europa no se había suicidado aún y el joven Guillermo II visitaba en Londres, en medio de grandes festejos, a la anciana reina Victoria. En ese mismo año del nacimiento de Valentín, el futuro comenzaba con el invento de la telefonía sin hilos y el pasado resurgía al descubrir en Java, el antropólogo holandés Dubois, al Pithecanthropus erectus, aquel antepasado nuestro que tuvo la feliz idea de ponerse de pie.

Un hombre pleno de contrastes que tomaba en serio lo ligero y aligeraba lo serio, que cultivaba tanto a los bohemios como a los científicos, que era diletante y profesor, que sólo se arrepentía de resistir alguna tentación, que sin mentir sabía no decir la verdad, que veía la vida como una gran falsificación en la que se confunden los locos y los cuerdos. De un hombre así hay que preguntarse: ¿quién era Valentín? Parece que la interrogación se resuelve si lo consideramos un auténtico humorista, un tipo humano que, como decía de ellos su paisano Pepín Díaz Fernández -injustamente olvidado, por cierto-, tenía "esa duda, dolorosa y alegre al mismo tiempo que el humorista vierte sobre las cosas: quién sabe si no es la única certeza que nos es dable conocer, la única afirmación posible".

Así era el mundo para Valentín Andrés Álvarez, un humorista activo que, como el malabarista de los platos en el circo, quería que girasen más platos cada vez -sus oficios sucesivos- y que sólo se habrá arrepentido de lo que no pudo ser.

Edgar Neville, su similar amigo, lo hubiera dicho así:

"Vivió, gozó y amó. / No hubo calvario. / Trabajó sólo en lo que le gustaba. / Y jamás hizo esfuerzo extraordinario".

Pero a la hora de recordar a un amigo que ha entrado en el gran misterio, más que su inteligencia, más que sus saberes y sus gracias, lo que nos resuena siempre de verdad es la calidad de su alma, y Valentín era, como el poeta, "en el buen sentido de la palabra, bueno".

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