Más difícil todavía
NADA DE lo que ocurre en el mundo político italiano es fácilmente comprensible. Cada acontecimiento debe ser interpretado a la luz de tal cúmulo de pactos, juegos de intereses y movimientos de futuro, que nunca tiene una explicación sencilla. Un buen ejemplo es la batalla política que- se está librando en Roma por la supresión del voto secreto en las deliberaciones de las dos cámaras legislativas. El problema es relativamente simple: todas las votaciones son secretas, con lo que la disciplina de partido, tan esencial en un Gobierno de coalición, no existe. La impunidad es aprovechada por el partido comunista, segunda fuerza política del país, que se dedica a la guerrilla parlamentaria, desestabiliz ando Gobiernos o bloqueando leyes. Lo hace gracias al sencillo expediente de aglutinar el voto descontento de diputados y senadores de otras formaciones, que si tuvieran que votar públicamente tendrían que acatar con disciplina lo que a cada uno impone la plataforma política gracias a la cual fue elegido. El voto secreto es la razón por la que cayeron, entre otros muchos, el primer ministro anterior, el democristiano Goria, y su predecesor, el líder socialista Craxi. Es el motivo por el que la aprobación de cada presupuesto es una batalla campal en la que se tambalea, si no cae, el Gobierno de turno (aunque, por fin, todos los partidos se han puesto de acuerdo en abolir el voto secreto para la aprobación del presupuesto).El verdadero problema reside en que con la sola abolición del secreto se reforzaría hasta límites insospechados el poder de las cúpulas de los partidos, que prácticamente acabarían sustituyendo a los poderes legislativo y ejecutivo. Por esta razón, el PCI pone como condición que la supresión del voto secreto sea sólo el primer paso de un cambio institucional completo, empezando por el de la ley electoral. Los comunistas nunca han podido gobernar en Italia porque se lo han impedido todos los demás partidos juntos. Nunca han podido jugar a ser alternativa en el poder. Su única arma ha sido la estrategia de las alianzas de voto. Y eso no ha podido hacerlo más que el voto secreto. Gran parte de la inestabilidad política italiana del pasado se explica por este motivo.
El que está más empeñado en que desaparezca el voto secreto es el primer ministro democristiano, De Mita, quien, con ello, quiere pasar a la historia como padre de unas reformas institucionales que le están resultando esenciales a Italia. Podría gobernar en paz hasta el fin de la legislatura y, habiendo reforzado el aparato de partido, nadie podría disputarle su secretaría general. Nadie, salvo el incombustible democristiano Andreotti, el divino, quien ha indicado que está contra la supresión del voto secreto. Lo que trata el viejo líder de la DC es desestabilizar el Gobierno de De Mita y echar una mano a los comunistas, que siempre le pueden ser útiles a la hora de recolectar apoyos para un lanzamiento propio.
En el otro eje de la coalición gobernante, el dirigente socialista Craxi está igualmente interesado en la abolición del voto secreto. El líder del PSI quiere mantener, con ello, la disciplina de su partido, que no es lo suficientemente grande como para soportar deserciones temporales. Pero Craxi se considera ganador en todo caso porque si el voto secreto no desaparece, De Mita caería, dando opción a los socialistas a ocupar nuevamente la presidencia del Gobierno. ¿Y quién sustituiría en tal caso a De Mita en la secretaría general democristiana? Glulio Andreotti. Sólo que Ciriaco de Mita se le anticipó: a cambio de la abolición del voto secreto, ofreció públicamente en el congreso de los jóvenes democristianos de Puglia renunciar a la secretaría general. Promesa hecha probablemente con la boca pequeña porque, si el secreto desaparece, De Mita saldría tan reforzado que podría optar nuevamente a ser elegido para dirigir el partido en el congreso de la DC que debe tener lugar a principios de 1989. Le toca servir ahora a Andreotti.
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