_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Plaza de Armas

El extranjero que llega a la ciudad de Santiago la puede recorrer siguiendo las múltiples indicaciones de las distintas guías turísticas, desde las más sofisticadas a los pequeños planos que rezan "Conozca Chile y cuídelo" que se encuentran gratuitamente en la mayoría de los hoteles. Puedes hacer la ruta de los parques, la ruta del Mapocho, subiendo por el cañón del río, entrado en cintura por la Cordillera, hacia El Arrayán y el Barrio Alto. O descender al sur hasta el Cajón del Maipo, por cuyo fondo circula este otro río, más frecuentado por los paseantes desde que se atentó contra el general Augusto Pinochet. También puedes hacer la ruta de los museos, incluso la ruta gastronómica. Puedes ir y venir durante meses y no cansarte de ella, tierra sin parangón, con tres meses de invierno, de escogida riqueza mineral, "que parece que la crió Dios aposta para tenerlo todo a mano".Pero si el extranjero es español y ha llegado de España, sobre todo después de 1973, y tiene menos de 50 años, se va a tener que detener un leve tiempo de silencio delante del Palacio de la Moneda, sede hoy del desgobierno de la Junta, y va a reflexionar, a los pocos minutos, en la plaza de Armas (antes, del Rey), desde donde la estatua ecuestre de Pedro de Valdivia es fiel testigo del trasiego de los chilenos de la capital, que van y vienen, como las olas de la mar, a la Vicaría de la Solidaridad -en el arzobispado de Santiago-, a la municipalidad, la catedral o el edificio de Correos. El conquistador extremeño tuvo su último y fatal encontronazo con los araucanos, no menos bravos que él, pero dejó escrito en una misiva a su emperador que no había tierra mejor que ésta en el mundo.

Cuando hace ya algunos meses un grupo de españoles fuimos invitados a participar en la Universidad Católica de Santiago (en la Estatal, con rector delegado de la Junta, fue imposible) en un debate sobre aspectos de nuestra cultura, solíamos encontrarnos, sin habernos citado previamente, en esa plaza. Allí hacían su agosto los vendedores de volantines, circulaban abogados hacia los tribunales de justicia y un improvisado cantor de aleluyas se encaramaba en una farola casi a diario al aliento de la concurrencia. No era dificil entrar en conversación con los chilenos una vez descubierta nuestra procedencia. Un chaval casi adolescente se despidió diciendo que vendría a España una vez conseguida la democracia en su país. Su madre era viuda por las artes del golpe.

Tampoco es raro toparse con frecuencia, en Santiago, con estas viudas jóvenes, ejemplo de carácter y de voluntarismo humanista en circunstancias límite. Acunaron a sus hijos, que ya han cumplido 15 años, con canciones de Violeta Parra, y ahora aprenden las de Charli García en justa reciprocidad con los muchachos. (Las españolas de esta generación también tenemos hijas de 15 años, y también las acunamos con canciones de Víctor Jara, pero no nos podíamos imaginar que esos jóvenes con el exilio a sus espaldas, con los campos de prisioneros a sus espaldas, con el silencio y el temor a sus espaldas, iban a relevar tan pronto, en las calles de Santiago, a los ausentes).

En la plaza de Armas nos despedimos de los cineastas que habían logrado hacer posible el estreno de la película de Basilio Martín Patino Caudillo. Desde muy de mañana, una fila interminable de santiaguinos esperaba ante el cine Normandía. Estaban todos los rostros de la ciudad -pobladores, intelectuales y políticos-, salvo los militares. En su presentación, semitolerada, Martín Patino explicó (con un tono que se resistía, de todas todas, a la épica) los problemas de censura dictatorial, tan semejante a esa otra dictadura chilena, que intentó silenciarla. El rechazo de la clásica épica no evitó las grandes ovaciones, la apretada y mayúscula emoción, y luego, en la plaza de Armas, la pregunta: "¿Creéis que lo nuestro lleva el mismo camino que la posguerra vuestra?". Alguno respondió: "Si en menos de un día habéis montado esto, no te digo lo que podríais formar con 40 años de dictadura mifitar".

Allí sitúo también, en mi mernoria, los rostros de paciencia y, esperanza de Jorge Edwards y José Donoso y SIhomit Baytelman, ante una pasada de autobuses de carabineros con sireria. Veníamos de la librería Altamira, junto a la calle de los Huérfanos (qué bello y desolaolor nombre para una calle de ciudad tomada), donde, con ayuda de estos escritores, habíamos improvisado una tertulia hispano-chilena. Hablamos de españoles en Chile, y, de entre ellos, de Carmelo Soria, efiminado en la primera fase de la dictadura pinochetista. "Estarnos saliendo de este túnel", fue la expresión de Jorge Edwards camino de la casa de Neruda, en Santiago, ya el último día.

Pero sigamos en la plaza. Si la contemplabas desde un alto, parecía sumergida en un sueño en el que cabían granjeros, abogados, vendedores de volantines, muchachos de 15 años, palomas, muñecos de trapo y fantasmas, y si te aproximabas a los autobuses con sirena lanzados contra un pueblo que pedía libertad, alrededor de la estatua ecuestre de Pedro de Valdivia, podías oír otra música que sólo los poetas, los visitantes y los contemplativos captan. Los chilenos, decía Pablo Neruda ya al final, son los más traicionados de este tiempo. Pero son como el piure, un molusco rojizo que vive en grupos y que es más duro que las piedras. Y si te los encuentras ahí a primeros de octubre, cuando llenan de noes las alamedas, más gallardas que en ninguna otra época, te acordarás de un verso que nos leyó, en la heladería más próxima a la plaza de Armas, Raúl Zorita, una de las grandes jóvenes voces de América: "Sáqueme las lágrimas para regar con ellas los pastos que han crecido".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_