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Política de calidad

Joan Subirats

Un cuadro de Claude Monet nos recuerda en algunas vallas callejeras que estamos en pleno Año Europeo del Medio Ambiente. Pero, a pesar de ello, no parece que por estos lares la gente se ocupe mucho del tema. Ante el problema del paro, el tanto por ciento de inflación y el aumento del producto interior bruto, la cosa verde parece un problema de países de gente rica o una excusa para lucubraciones teóricas.La falta de sensibilidad pública y privada sobre el tema resulta estremecedora. Continúa muy extendida la convicción de que la intervención humana sobre la naturaleza apenas si deja huellas, y en las episódicas estancias de todo urbanita en mares y montañas aún es posible, en determinadas condiciones, reconocer aquel instinto atávico por el cual el ser humano se siente amenazado en su pequeñez por la enormidad natural. Pero inmediatamente uno se da cuenta de que algo está oliendo a podrido muy cerca, y los más variopintos residuos demuestran que hoy la amenaza se está invirtiendo.

En estos últimos 500 años, la capacidad de producir por parte del hombre ha cambiado radicalmente. Hemos multiplicado en progresión geométrica las posibilidades de transformar elementos no útiles al hombre en cosas útiles mediante nuestro trabajo, el uso de herramientas técnicas y la explotación de los recursos que nos ofrece la naturaleza. Pero todo ello tiene un corolario: hemos multiplicado también enormemente nuestra capacidad de generar residuos o desechos y de agotar recursos naturales. Normalmente nos hemos ocupado sólo del primer aspecto de la ecuación, tendiendo a olvidar o marginar el segundo. En estos momentos, el tema se plantea ya de manera muy distinta. ¿Es posible que el coste de lo que continuamente destruimos, en términos termodinámicos, sea mayor que la utilidad de nuestra producción económica? Cuando una tal cuestión queda así planteada, el tema requiere inmediatamente hablar de control. Ya no resulta relevante continuar preguntándose hasta cuándo podrá el hombre continuar saqueando el planeta; sólo conviene ser consciente de que destruimos más rápidamente de lo que biológicamente parece posible regenerar. Y en ese contexto nuestra capacidad de cálculo resulta especialmente inadecuada. Cuando se nos dice lo que vale un producto se nos da sólo su precio relativo, se nos está ocultando cuanto de verdad (en términos globales) vale. Es decir, en cuánto ha afectado al volumen total de recursos naturales y cómo ha repercutido en el proceso polucionador. La solución, dicen, podría consistir en gravar de manera especial productos o consumidores particularmente polucionantes, aunque esa medida puede conducir tan sólo a utilizar otros productos igualmente dañinos o a desplazar el gravamen hacia el interior de la sociedad. Parece, por tanto, difícil controlar ese proceso de deterioro global desde un punto de vista meramente económico.

Si los mecanismos de mercado no son capaces de medir estos costes, la única posible mediación, el único posible control en esa especial pugna entre naturaleza y sociedad, debe pasar por la esfera política. Porque, por otro lado, los costes ecológicos del crecimiento no son únicamente económicos. Un lago o un bosque de abetos del Pirineo no son sólo una reserva acuífera o un conjunto de toneladas métricas de madera, sino que tienen también un valor ambiental evidente. Si desde un punto de vista de quien defiende la constante posibilidad desustituir unos recursos por otros, y por tanto se muestra incrédulo ante las profecías del desastre ecologista, el agua o la madera siempre serán reemplazables por otros sustitutivos, no será así para quien disfruta de su visión y contacto en verano o en invierno. Y éstos son valores que a medida que crece el nivel cultura¡ van pesando más y más. De tal manera que se empieza a dar más importancia a los efectos destructivos del hábitat que tiene el crecimiento económico incontrolado que a sus efectos polucionantes a largo plazo o al posible peligro de agotamiento de recursos.

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La valoración que debería hacerse de esos extremos será, pues, esencialmente política y cultural, y no puede limitarse a consideraciones meramente técnicas ni a la valoración que desde mercados reales o ficticios pueda realizarse. Si los recursos naturales y su conservación se consideran socialmente bienes al mismo nivel que la salud, la educación o la seguridad, entonces su preservación corresponderá a los centros de decisión política. Y es aquí cuando la labor de Gobiernos, partidos y medios de comunicación resulta clave. En ciertos países, como en Alemania Occidental, el tema ecológico está situado en el centro del debate político, y muchos sostienen que en los próximos decenios, si continúa atemperándose el peligro de conflicto armado generalizado, ése puede ser el factor dominante de debate cultural. No resulta casual, ni tampoco puede calificarse como coyuntural, que el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) haya hecho girar sus recientes congresos de Bonn y Nuremberg sobre la cuestión ecológica y medioambiental, superando las tesis de Bad Godesberg centradas en el puro crecimiento económico. Tradicionalmente, la izquierda había venido ligando crecimiento industrial con civilización y progreso, pero ahora, con la expresión crecimiento cualitativo, los socialistas alemanes pretenden ir más allá de lo que se ha denominado compromiso entre izquierda e industrialismo keynesiano. Y desde esa perspectiva se pretende conseguir que la reivindicación ecologista, la defensa del medio ambiente, forme parte de una nueva cultura de gobierno.

El valor del giro programático del SPD no puede sólo interpretarse en clave electoralista. Es evidente que todo partido con mentalidad y voluntad de gobierno y que se encuentre en la oposición debe tratar de ofrecer un mensaje más atractivo a los electores para tratar de recuperar un poder que le permita lleva a la práctica sus ideas. Pero la novedad del mensaje socialista en Alemania Federal (coincidente, por otra parte, con propuestas similares de austriacos o escandinavos) es que esa alternativa se pretende construir más sobre componentes ideológicos globales, sobre respuestas a los retos del futuro, que sobre aspectos concretos, como, por ejemplo, los de una posible devaluación del marco o el aumento de los tipos de interés. En ese ámbito, la interrelación económica occidental permite pocas alegrías. Lo que pretenden decir Lafontaine y sus colegas es que sólo con un mensaje global de respuesta solidaria e innovadora se puede hacer frente a los retos de la (nueva) derecha, representada por el eje Reagan-Thatcher-Kohl-Nakasone, que defiende con éxito las ideas del mercado como valor absoluto, el antagonismo social y la ley del más fuerte como pautas de las relaciones humanas.

El mensaje que nos llega desde el otro lado del Rin es que no se puede sólo hablar de cifras del PIB, de volumen de inversiones o de políticas de crecimiento si no se acompañan las cifras con consideraciones de calidad. No se puede liquidar el tema ecológico con algunas tímidas alusiones en programas electorales, con poco innovadoras referencias en textos congresuales o con excusas de niveles de desarrollo distinto. Precisamente en materia de conservación del medio ambiente siempre es más caro reparar que prever. Se debe trabajar en este tema con agresividad e imaginación, demostrando que la polémica entre los progresistas de la conservación y los conservadores del crecimiento no tiene por qué llevar a situaciones de parálisis. En algunos países europeos se constata que también se pueden crear puestos de trabajo en la denominada industria del medio ambiente (conservación de bosques, recuperación de monumentos y centros históricos ... ), y queda aún mucho campo para el desarrollo de nuevas tecnologías menos contaminantes, más respetuosas del hábitat del hombre y que exploten recursos energéticos de carácter renovable.

Esperemos que el eco de las novedades programáticas de los socialistas alemanes permita que en nuestro país el discurso ecológico no sea sólo sinónimo de minorías o de planteamientos excesivamente unilaterales, y que también los grandes partidos sepan superar meras referencias puntuales y tácticas para integrar ese mensaje en un discurso más global que combine esos nuevos valores con los ya consolidados de democracia política, plena ocupación, o los de la cultura de la programación económica. Deberíamos, en fin, empezar a practicar una política de calidad, distinguiendo entre crecimiento y desarrollo, superando viejas concepciones que nos hablan de necesidades ilimitadas. Quizá ha llegado el momento, también aquí, de romper con la fuerza de la inercia productivista, estableciendo una nueva alianza con la naturaleza, conscientes de que su destrucción implica la destrucción de nuestro futuro.

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