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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las espadas en alto

LOS DOS candidatos a las elecciones norteamericanas, han demostrado hasta el momento (el debate del pasado domingo ante las cámaras de televisión fue una clara demostración) que conocen a fondo los temas de los que hablan, lo cual no es poco decir. El tono de las intervenciones, la seguridad de cada uno de ellos en lo que les interesaba comunicar, el respeto por unas reglas de juego y la impecable intervención de los periodistas encargados de animar la discusión fueron un modelo -vistos los usos en boga en nuestro país- de lo que debe ser este tipo de debates políticos. Sin embargo, ese primer enfrentamiento directo poco habrá aclarado al elector de Estados Unidos sobre cuál de los dos contendientes puede ser el más apto para ocupar la Casa Blanca, porque para ser un buen presidente de EE UU no basta con saberse la lección. Cuando los norteamericanos eligieron a Ronald Reagan o a Harry Truman no estaban escogiendo al alumno más aventajado de la clase, sino a alguien capaz de transmitirles, en cualquier momento y ante cualquier circunstancia, la confianza de sentirse gobernados. Más que en ningún otro país, en Estados Unidos la reputación de un político descansa no tanto en la acumulación de conocimientos como en su capacidad para tomar decisiones. En este sentido, ninguno de los dos candidatos parece haber dado grandes pasos.El resultado del debate del pasado domingo confirma esa impresión. La intención de voto de los norteamericanos no ha cambiado sustancialmente, y el republicano Bush sigue llevando una ligera ventaja a Dukakis en los muestreos de opinión. Esto constituye, sin duda, una ocasión perdida para el candidato demócrata, que esperaba recuperar en las discusiones sobre la sustancia de los problemas el terreno que lleva perdido en el campo de los símbolos y de los reclamos nacional chovinistas.

Aunque Dukakis atacó con eficacia a Bush desde el principio en cuestiones como el Irangate o la extrafía alianza de la Casa Blanca con "el narcotraficante y dictador panameño" Noriega, en este capítulo fue el vicepresidente el que llevó la mejor parte. A lo largo de toda la campaña, ha conseguido que Dukakis se sienta en la necesidad constante de defender su patriotismo. El debate no fue una excepción, y Dukakis se vio forzado a adoptar un claro tono de reserva a la hora de acorralar a Bush en sus formulaciones más patrioteras. No deja de ser interesante, por otra parte, que el vicepresidente utilizara continuamente el calificativo de liberal al referirse al candidato demócrata como si tal condición constituyera una amenaza para los valores más sagrados de EE UU. Y es notable que, en un país de tanta tradición liberal, el término se haya convertido en sinónimo de intervencionismo estatal y peligroso radicalismo procomunista.

Bush cree que la futura presidencia debe ser una profundización de la era de Reagan. Para él, la elección gira en torno a los valores americanos, y en enero de 1989 no debe haber solución de continuidad entre el pasado y el futuro. Pero, obviamente, Bush no es Reagan, y muchos republicanos lamentan todavía que el presidente no haya podido optar a una segunda reelección. Para Dukakis, por el contrario, era la ocasión de abandonar su pragmatismo distante y poco elocuente y acercarse a los problemas que más de cerca tocan a los ciudadanos. El gobernador demócrata fue firme, y estuvo más convincente que su oponente en esta área del debate, en loslemas de la educación y la salud pública, en cuestiones de drogas, aborto y terrorismo. En cambio, el vicepresidente Bush le ganó la mano en temas de política exterior (en la que su experiencia es claramente superior) y en asuntos de defensa. Hubo empate en los problemas del tremendo déficit presupuestario en las cuestiones fiscales. Las espadas siguen en alto.

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