'La película' después de vista
Como de tantas otras cosas, de esta película -la película, como dice Vattimo- se puede hablar y discutir mejor sin verla. Conociéndola de oído resulta un tema de la teología antigua: las dificultades para acoplar la condición humana y la divina de Cristo, y las preferencias de cada uno por esa proyección.Con todas sus consecuencias: serán los humanistas quienes opten por su condición de hombre entero porque eso ayuda a un humanismo actual, a una tendencia a la salvación del hombre aquí y ahora, a una preocupación por sus condiciones de vida y recuperación de dignidad por la liberación de la miseria y el hambre; y los divinales, los que den énfasis a la salvación después de la muerte tras una vida de conformidad, resignación y obediencia. Viejos conceptos de izquierda y derecha: cuanto más se quiere arrojarlos por la ventana, con más fuerza, rebotan. Y cuanto más se quiere hablar de teología, más se habla de política. La película tiene la virtud de levantar otra vez esa discusión a condición de no verla. Vista, es una película. Es decir, una cuestión de literatura tecnificada para alcanzar espectadores. La cuestión esencial consiste en que la condición humana de Jesús y la vida de los años perdidos no suponen una realidad, sino una ficción dentro de la ficción: un cinematógrafo de Satanás proyectado ante la cruz final a manera de tentación, que Cristo rechaza. No hay caso. La vida humana es una oferta finalmente bastante moderada: un matrimonio y unos hijos, algún leve adulterio, una fijación sexual por María Magdalena, a la que se ve largamente entregada a su trabajo de meretriz, con sudor y brío de todo su cuerpo y los gestos acreeditados por el cine, lo cual aumenta la sensación de que Scorsese no ha pretendido nada más que hacer una película de valor comercial, contrapesada con unas imágenes pías moderadas, en desiertos y pueblos limpitos, entre gentes dotadas de buenas túnicas, con resabios de crueldad morbosa y sangre a chorros en las torturas. Quizá los hijos de una y otra iglesia tendrían más razones para protestar juntos por la utilización comercial de la imagen y la leyenda que por su perversión. Pero finalmente es cosa de ellos.
Sin embargo, todos estamos inmiscuidos en el cristianismo, al menos en estas sociedades occidentales. Unas, con el vicio romano; otras, con el del norte europeo; pero en todas se ha constituido una superestructura de creencias evangélicas que se han administrado con la leche materna y la catequesis y que en el compuesto de ideologías que se han ido mezclando con los años, las vivencias y las prevalencias han tenido parte muy esencial, y la siguen teniendo en forma de preferencias. En algunos países, como en el nuestro, se han visto convertidas en ley y en hoguera de forma que nadie pudiera quedar ajeno al cristianismo, por lo menos en su comportamiento externo. En realidad se ha practicado aquí desde siempre unido al duro romanismo imperial y al Antiguo Testamento, predicador de venganza, sangre y castigo, ley y orden, sin que la liberación evangélica haya favorecido nunca a la mayoría, que incluso la ha practicado como defensa de su condición humana (en la revolución de Asturias, en 1934, los mineros pusieron al pecho de un Cristo la leyenda: "Tú eres de los nuestros"; esa teología de urgencia se quiere aplicar en Latinoamérica).
No creo, por mi propia experiencia ante la película, que personas que han tomado valores sociales y puntos de referencia para convivir en el Evangelio puedan tener un interés excesivo en la obra de Scorsese, ni siquiera en el libro de Kazantzakis -aunque sea mejor literatura que el cine de la película-; su gran parte profana (el argumento inventado por un Satanás simplista, por un Satanás con la sencillez ideológica y contemporánea de Scorsese, y por su propio miedo, divino y humano, a propasarse) tiene un interés muy reducido, y su parte teológica es liviana e indefinida, es tramposa en el sentido de hacer ver lo que ella misma niega que sea siquiera una realidad posible (¿no habrá sido siempre así?). Había mucho más que Densar en, por ejemplo, 2001, una odisea en el espacio, que, por lo menos, entre valses y calidoscopios entraba en un misterio de lo infinito en el que todos estamos de acuerdo que existe, aunque no vaya a ser tan pueril.
Por todo eso sigue interesando lo que aparece como externo a la película en sí: las posiciones de los que no la han visto. Interesa ponerse de parte de quienes defienden la libertad de ver -lo que sea- y de producir formas de arte -aunque sean comerciales-, o de interpretar la historia, la religión y la leyenda, frente a aquellos que quieren imponer cualquier forma de censura o de prohibición, o de presión; interesa estar a favor de quienes abrazan la idea de una teología de la liberación que considere al hombre como largamente perteneciente a esta vida y necesitado de ayuda en ella, y no de quienes con el pretexto del recubrimiento divino tratan de restaurar una forma de poder conservador también terrenal; ocho o 10 obispos, algún nuncio, algún papa que predica contra libertades que ha sido muy difícil salvar de la quema larga y tenaz de tantos siglos; frente a unos grupos de presión que quieren no dejarnos ver, oír y hablar, o aprender o formar nuestra sociedad sin perjudicar la suya en tanto que creencia íntima y modo de vida propio y estatutario de su grupo, con lo cual nos parece que estamos dentro de alguna forma del pensamiento evangélico incrustado y aceptado, y un poco más lejos del Antiguo Testamento.
Por lo demás, la proyección de la película a la que asistí en el Festival de Cine de San Sebastián no despertó un interés excesivo. No hubo piquetes ni manifestaciones contrarias o favorables; algunas butacas quedaron vacías, pese a las previsiones de alud, y los espectadores la siguieron sin demasiada afición; algunos dieron cabezadas propias de la sobremesa -se proyectó a las tres de la tarde- y otros aplaudieron sin demasiado calor al final. Las mujeres se fijaron más en el joven y recogido actor que hacía el papel de Cristo: los hombres, en la atracción pecaminosa de la Magdalena: como siempre. A la salida, alguien me dijo: "Aquí no podía ser de otra manera. Un país que lleva años viendo los dramas de la pasión en el teatro, en el cine y en algunos pueblos, y los autos sacramentales desde hace siglos, no tiene ya para estas cosas más que indiferencia y aburrimiento". También puede ser verdad.
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