Viejos
Verán: ellos son mis corresponsales más bragados. Los viejos, digo. Suelo recibir algunas cartas de lectores comentando este o aquel tema de un artículo. Y las misivas más suculentas proceden mayoritariamente de ellos. Son hombres y mujeres instalados en una postrera edad muy peleona.Mientras los demás nos cocemos en el caldo insustancial de esta sociedad descafeinada, y nos vendemos por un ascenso laboral o por un tresillo de diseño, ellos se mantienen enteros e imbatibles, radicalmente lúcidos. Son la conciencia crítica de una sociedad autocomplaciente. Pertenecen a una generación que lo ha visto todo, que lo ha vivido todo, que lleva 70 años batallando. Han sido anarquistas, o socialistas, o comunistas, o republicanos. Han sido las primeras feministas, mujeres que rompieron los moldes de una sociedad viril y que nos abrieron un lugar en la vida a todas las que llegamos tras de ellas. Gentes, en fin, que creyeron en la construcción de un mundo nuevo. Y que, cuando su sueño se disolvió entre nubes de pólvora, siguieron manteniendo la ambición de ser, la voluntad de hacer y la esperanza.
No corren tiempos buenos para los que sólo son ricos en años: vivimos bajo la dictadura de lo aparentemente juvenil, aficatados de yuppismo hasta los dientes, y los viejos, supuestamente improductivos, son tenidos por la ganga de la vida, un material de desecho incomodísimo. Por eso los desterramos a los asilos, o los convertimos en un enojoso mueble en nuestra casa, o los olvidamos en la soleada soledad de un banco público.
Ahí están ahora, marchitos y baqueteados por la historia, con el cuerpo sitiado por mil achaques físicos, pero conservando una envidiable salud moral. Mientras los demás nos privamos por parecer los más modernos, y asumimos vetustas actitudes light convencidos de que son el último grito, los viejos siguen metidos en asociaciones reivindicativas diversas, batallando como chinches, manteniendo la ilusión y la utopía. Ellos son en realidad los posmodernos.
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