Basílicas, catástrofes, pintores
Los días pasan y Roma se acumula. Siglo a siglo, país a país, y no digamos si uno es un español nacido dentro de los últimos 500 años y no ha olvidado que la ciudad fue nuestra. Que mejor olvidarlo.Basta una cultura bachillera para sentirse aguijoneado por un avispero de incitaciones, para que con frecuencia uno desee ser japonés en Roma. Ya que no, a la puerta de casa subo a un autobús 85 que, como el rayo, en media hora me deja en los Colli Albani. Puesto que jamás había estado en estas tierras del Sureste, me parece haber llegado a un barrio de la Concepción extramuros, mucho más bajito y luminoso. Deambulo, compruebo que los precios son algo más moderados que en el Parioli; inspecciono los bares; logro escuchar dialecto que, no siendo ni por asomo el del Belli, me suena a Arniches, y regreso, si no absolutamente desromanizado, aligerado de las frondas de muslos, de mármol y de carne, con las que la ciudad regala la vista.
En Roma hay más muslos que iglesias, que ya es haber, con la particularidad de que en las basílicas romanas abundan los muslos, generalmente perfectos los de mármol, y de turistas los de carne. Por versado que se esté en tal rama del arte, la abundancia de material didáctico provoca hartazgo a poco que la afición no se controle. El interés de mi compañera de viaje por ver y palpar la marmolería sacra ha determinado que en esta ocasión pase yo más horas de las precisas para la salud de mis nervios entre el atrio y el altar. En estos lugares de devoción pronto me aburro, y lo más útil que he aprendido en ellos es la conveniencia de estudiar previamente las orientaciones de sus vidrieras para visitarlos a la hora adecuada. Una luz mal elegida, en Roma como en el amor, puede malograr el encuentro.
San Griovanni in Laterano
Sentado a pleno solazo en la escalinata de San Giovanni in Laterano, todavía más asustado que abrumado por las imágenes de los apóstoles (nunca aprenderé), decido que esa basílica patriarcal es mi templo favorito, quizá por su claustro y, sin duda, porque aquí nace la Vía Merulana. A todo esto, ni explícita ni tácitamente se ha. decidido aún si viajaremos, o no, al extranjero en un autobús de la línea 81. Ni siquiera, a pesar del interés de la compañera de viaje y de que la iglesia está en el barrio, hemos escalado aún hasta San Pietro in Vincoli. Roma se acumula.
Una de las fachadas laterales del hotel constituye la mitad de un remedo de calle, cuyo rótulo anuncia: Via Tommaso GrossiLetterato (1791-1853), y el de la siguiente perpendicular a Via Labicana muestra esta lápida: Via Francesco Giambullari-Storico e Letterato (1495-1555). ¿Qué adecuación ambiental es ésta de una zona por la que apenas hace 20 siglos Petronio dormía de día y golfeaba refinadamente por las noches? La difundida insensibilidad municipal en nomenclatura callejera ha dedicado al colega un callejón en el diametralmente opuesto Quartiere Trionfale.
Mientras consiga las firmas de los letterati del barrio para un escrito de protesta, elijo encajonarme por Via Margutta y evocar a tanto pintor español de los que a mí me gustan, que por aquí vivieron en la segunda mitad del XIX. En esta ciudad murió Fortuny y tiene calle congruente en la zona flaminia. Pintaron lagunas Pontinas, carnavales en el Corso y orillas del Tíber apenas hoy reconocibles. Además de sufrir, en esta ciudad debieron divertirse mucho. Y dando la vuelta, una vez más, a la Piazza del Popolo, envidio la astucia y el tesón de Velázquez para retrasar trapaceramente el regreso a la Corte de Madrid. Como buen sedentario, hecha la travesía, quiso anclarse en Roma.
Ya que en ninguna de mis anteriores visitas he trepado al Gianicolo, advierto ahora que nunca he estado en la Academia Española de Bellas Artes, el invento gubernamental tras los éxitos de la escuela de Roma. Inconvenientes de reiterar lugares mágicos por rnotivos indefinibles en detrimento de colinas inexploradas, vicios del sedentarismo en suma. Sin embargo, una de estas noches subiremos al Glanicolo, gracias a Nadia Werba, que continúa haciendo cine en Italia y persistiendo, al menos oficialmente, en su abandono de la pintura. Desde 'a cima, al pie de la estatua ecuestre de Garibaldi y cerca de la más atractiva de su mujer, se dice que se ve toda Roma. A mí estas panorámicas y belvederes me sugieren poco más que la certidumbre de que el paisaje, en crudo, consiste en que unas cosas estén más altas que las cosas que están más bajas.
Pero la temperatura es agradable, la geografía humana contribuye a recordar la Casa de Campo y, sobre todo, al finalizar el descenso por la ladera opuesta a la que hemos subido, iremos a caer sobre el Trastevere, justo a las calles por las que tasquearían nuestros pintores y donde hoy se concentran los restaurantes para el turismo decarripanillas. Antes nos hemos detenido frente a San Pietro in Monitorio, donde husmeo aires de colegio mayor en las afueras y únicamente vislumbro en los jardines de la academia una concurrida sesión de vídeos au plein air. Pondremos término al recorrido, después de una Via Venetto deslumbrantemente hortera, en la plaza del Quirinal. Esta plaza, en donde por algo vive el número uno de la República, es igualmente bella por la noche que por el día, aunque la fuente de Cástor y Pólux gana con luz diurna, según dictamen de la compañera de viaje, que despliega. por toda la ciudad una pasión dioscúrica.
Los días pasan, y a cuántos palacios, mausoleos, circos, fuentes, panteones, templos, pirámides, cloacas, tumbas, catacumbas, arcos, termas, museos y tabernas quisiéramos ir y no iremos. En cumplimiento de la primera ley de la reiteración, que manda conservar las buenas costumbres para mantener los reflejos, subo Via Cavour, una calle empinada, anodina, interminable y, a trechos, tristísima, iniciando un paseo, en el que me doctoré hace años y que sólo sabrán gozar los ciudadanos natos. Al llegar al Largo Venosta, donde la calle gira, me detengo a reposar frente al centenar de escalones que dificultan la visita a San Piedro in Vincoli, cuyo horario de visita sólo el sacristán conoce.
De nuevo en marcha, mucho después tengo buen cuidado de abandonar Via Cavour y tomar, a la derecha, la cuesta de Santa Marla Maggiore, por donde, en observancia del itinerario proyectado, debe realizarse la primera entrada a la Píazza dell'Esquilino. Conviene no demorar el éxtasis, olvidar leyendas, consejas y tradiciones, aunque esta tarde, en esta plaza de una hermosura que siempre me emociona, me detengo más de lo acostumbrado, porque algo me sugiere y no logro saber qué.
Por el último repecho de la Cavour hay que lanzarse a las procelosas aguas de la vida, nada más pasar el hotel Mediterráneo, cuya altura es doble que la de su medianero, el hotel Atlántico. Tal magalomanía latina resulta un pórtido acorde con la zambullida en la Piazza del Cinquecento (oh, cuore mio!), en su frenesí, su simplicidad, su suciedad, en la Stazlone Termini, que ya quisiera la de Chamartín, en la pulpa romana. Cuando consigo salir, no sin antes conversar decentemente con alguna Cabiria anafrodisiaca acerca de sus abuelos españoles, me encuentro conmigo mismo la mañana de un año impreciso, mientras una guapa dependienta de la TWA accede a cambiarme un pasaje, ¿para dón de? Todo recuerdo brumoso se desvanece en Via Gioberti, una calle que coritiene, a saber: tranvías, vendedores ambulantes, talleres de modistas, macarrería, putas motorizadas y peripatéticas, lo mejor de África en ambos sexos y, hoy, reparaciones del pavimento.
En la basílica patriarcal encuentro, maravillada por los dorados del artesonado y por la policromía de los mármoles, a la compañera de viaje. Los confesionarios ofrecen confesión en esperanto, en las cuatro lenguas indoeuropeas más utilizadas en Roma para el arrepentimiento y, faltaría menos, en polaco. No disfrutamos a esta hora de la mejor luz para contabilizar las ríquezas del templo, por lo que, con arreglo a lo previsto, salimos, rodeamos Santa María la Mayor y, por segunda vez, entro en Piazza Esquilino. Ahora no hay prisas, porque Via Merulana admite cualquier hora. La fachada central de la basílica, centrada por el ábside, se derrama hacia la plaza en una escalinata de armónico oleaje. La arquitectura de los edificios, Incluido el de la Polizia, tiene gancho. Sentado en la piedra, la sugerencia que antes me asaltó y que no logro revelar me hunde en las fastidiosas con fusiones de la memoria. Por supuesto que he estado aquí en otras ocasiones, pero también he estado aquí cuando estaba en otro lugar.
La calle ejemplar
Y bruscamente, contemplando el tobogán de la plaza y las calles que acaban en la Piazza Barberi ni, descubro que estoy en algún lugar de Lisboa. El alborozo de la victoria sobre la amnesla me pri va de la lucidez suficiente para in terpretar el augurio. Ya por mi Via Marulana la circunstancia es todavía menos propicia a los vati cinios, porque esta calle, en su mayor parte flanqueada por esos árboles que en Madrid abundan y no son acacias, posee todo para que, si uno es de ciudad, sienta que ésta es la calle ejemplar. Nos dejamos deslizar dichosamente hasta Via Labicana, en la que, cuando en el resto de la ciudad ya ha anochecido, aún lucen los res coldos violetas del crepúsculo.
La compañera de viaje afirma que esos árboles merulanos son plátanos. ¿Dónde cenaremos?, nos preguntamos, mientras en silencio nos preguntamos si renunciaremos, o no, a viajar en un 81 al Estado extranjero de la otra orilla del Tíber. Roma se nos acumula. Falta poco para que en una trattoria del barrio neroniano el telegiornale de las diez y media anuncie que la Baixa fisboeta está ardiendo. Ya, mientras permanezca en Roma, no saldré del Chiado.
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