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El síndrome 'wasp'

Una vez más, el presidente Botha tuvo que decretar estado de excepción por un año a fin de garantizar la pacífica libertad de su blanca república e ilustrados conciudadanos. Nelson Mandela, en la cárcel, está a punto de cumplir 70 años; desde hace 24, su prisión asegura la próspera paz de esa industriosa nación surafricana, enfrentando heroicamente los incalculables peligros de la salvaje África. ¿Cómo salvar de otra forma el luminoso progreso de la raza blanca que ese mesiánico islote humano afirma sobre el vasto océano de la negritud? ¿Cómo mantener el divino privilegio de esa rubia nación frente al sombrío horror de las hordas negras, acechando la casta feminidad que preserva la noble perduración del señorío blanco? Desde siempre, Satán tuvo el mismo oscuro color de ese atávico eslabón inferior de la especie humana, irredimible de su genética degradación y así naturalmente destinado a una eterna servidumbre bajo vigilancia armada. ¿Qué será de la inmaculada pureza étnica que sostiene esa cristiana avanzada de, la civilización en el infausto supuesto de una irresponsable libertad de tan salvajes súbditos? Su masiva superioridad numérica frente a sus nobles señores liquidaría en una sísmica convulsión colectiva el magnífico resultado de 150 años de civilizatoria misión e ilustrado imperio colonial. Toda suerte de amenazas planetarias se cierne sobre tan calculable catástrofe, arriesgando la paz del mundo. De ahí la soberana prudencia del presidente surafricano. ¿Cómo no admirar el enérgico espíritu y coraje de estos gloriosos descendientes de los intrépidos colonos ingleses y holandeses que una vez trajeron hasta aquí las luces de Occidente?Esta argumentación, posible para el provinciano etnocentrismo de patriotas bien pensantes, no deja de ser un siniestro delirio para todo el que asume una mínima ética política en el sentido rigurosamente cosmopolita que nuestro planetario tiempo exige. La existencia política y reconocimiento internacional de la República Surafricana es un monumento singular a la historia universal de la infamia. Los más abyectos horrores que han acompañado al mundializado imperio wasp sobre el planeta se concentran en ese hipermoderno régimen esclavista, cuya potencia tecnológica mantiene a toda presión el absoluto dominio de tres millones de blancos sobre esa enorme nación africana. Se hace así consistente y duradera realidad política lo que en el horror del III Reich alemán no llegó a ser sino efímero delirio final, disparando un apocalipsis planetario. Pertrechada de todos los recursos de la más avanzada modernidad, una minoría blanca se siente pueblo elegido e impone así su civilizatorio terror sobre la reducción de una inmensa población negra a la miserable condición de productivo rebaño de esclavos. Repito información del propio Ministerio de Justicia (¿?) de tan progresivo Estado: 164 negros fueron condenados a muerte y ejecutados en 1987; en este año, las ejecuciones, hasta ahora, ascienden a 81: 57 negros, 23 mestizos y un blanco.

¿Qué perestroika será posible en este monstruoso anacronismo político? ¿Cómo tratar razonablemente ese purulento cáncer racista incubando desde hace tanto tiempo la volcánica explosión del continente africano? Saludemos el magno festival musical que en el estadio de Wembley, en la vieja metrópoli del Imperio británico, ha celebrado los 70 años de Nelson Mandela, denunciando la abyecta infamia del apartheid. Como de costumbre, la reunión comunitaria para recriminar a Botha y a su blanquísimo Gobierno surafricano se quedó un tanto por detrás de aquel festival musical londinense. "No nos gusta el racismo, pero ¿cómo atacar frontalmente a nuestro máximo bastión occidental sobre ese volcánico continente africano? Pidiendo la libertad singular de Mandela, aconsejando prudentes reformas y decretando restricciones económicas internacionales (fácilmente toreables al sofisticado nivel tecnotrónico del mercado mundial de nuestros días) estamos haciendo lo que buenamente podemos". Tal sería el posible resumen de aquella salomónica jornada europea.

Viendo el documental, con textos de Octavio Paz, sobre México y EE UU y la incontenible emigración chicana hacia el sueño norteamericano vuelvo a observar el mismo delirio wasp en la militarizada frontera del río Grande. Soy consciente de toda la diferencia que va de lo uno a lo otro. Pero si las cosas siguen igual, los excedentes norteamericanos de la OTAN en Europa podrían tener una confortable reubicación al servicio de la política de seguridad nacional norteamericana: proteger su imperial esplendor interno de la salvaje barbarie exterior que amenaza al sur de la frontera mexicana. En tres frentes estratégicos: el de esa propia frontera, el de su inmediata subversión centroamericana y el del narcotráfico, que amenaza desde el Sur las prolongadas costas de la república imperial.

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Hay que conceder algún crédito al posible acceso del Partido Demócrata a la Casa Blanca: Dukakis desciende de inmigrados griegos y habla español. Pero desde la eficaz intervención de Thatcher en las Malvinas a los últimos coletazos del fundamentalismo electrónico que tipificó la era Reagan (ese avión civil iraní derribado), algo se ha vuelto a hacer patente a escala planetaria para todo ilustrado demócrata. Lo que aquí llamo el síndrome wasp -generalizable a toda la planetarizada expansión imperial de los rubios ojos azules del reformado norte de Europa- incluye, antropológicamente, un profundo engrama etnoterritorial singularmente peligroso para aceptar sin más ninguna otra forma de humanidad exterior a esas viejas señas de identidad etnocéntrica que garantizan el inmediato autorreconocimiento de aquellos que se saben divinamente elegidos para el dominio tecnoeconómico del mundo.

¡Qué patética distancia va del sueño democrático de una América libre en Jefferson y Lincoln a la actualidad planetaria del presente! Aquello que una vez se imaginó historia universal del hombre parece moverse entre chispazos de razón, apocalípticas convulsiones y perdurables monumentos a la miseria de toda ingente figura de explotación humana. Contribuyendo a veces, con todo, al civilizatorio desarrollo de parcelas humanas de pacífica libertad. Gore Vidal disecaba el otro día el autoritario delirio del Estado de seguridad, nacional con que la patria de la democracia moderna intenta cerrar sus fronteras al imperio exterior del mal. Quizá la alcanzada distensión entre las dos superpotencias -masivas reservas de rubios ojos azules sobre el planeta- marque el comienzo de un nuevo avance en la autodomesticación civilizatoria de esas dos tremendas naciones que comparten el condominio imperial del mundo. Entre tanto, los atávicos delirios esquizoparanoides que puede albergar la frágil película consciente con que tales gentes se saben humanos y racionales, sigue albergando un potencial de fanática movilización fundamentalista, altamente explosivo para el resto del planeta. Afortunadamente para la paz augusta que ya reina dentro de la dos mitades del mundo occidental, esos delirios, proyectándose sobre su propio espacio interior, parecen ser tecnotrónicamente autorregulables y masivamente organizables al servicio de una imparable modernización. Por lo demás, los excedentes energéticos de esa mesiánica pulsión racista (que ancestralmente parece mover toda la universalizada historia de Occidente) son inmediatamente evacuables en operaciones puntuales contra el Satán exterior. Cuando no sutilmente reconvertibles internamente en cruzadas internacionales contra la droga y el SIDA, configurando el nuevo estatuto de parias para toda esa abominable masa lumpen que en nuestras grandes ciudades configura el ominoso infierno social de aquellos cuya propia miseria es el mejor contrapunto para afirmar la gloriosa eticidad del sistema establecido.

Con su propia pasión de identidad colectiva y pureza endogámica interior, todas las grandes civilizaciones imperiales han desarrollado mecanismos esquizoparanoides frente a la amenazante alteridad de todos los otros homínidas irreductibles a su hegemónico patrón de humanidad. Quizá esté llegando el tiempo -allí donde esto sea posible- de intentar analizar/ reducir/disolver la compulsiva agresividad de esas arcaicas matrices etnoterritoriales del comportamiento humano, que antaño aseguraron la bárbara energía predatoria exigida por la fundación militar de todo imperio. Esas mismas estructuras inconscientes que en el convulso mundo de entreguerras hicieron su triunfal eclosión totalitaria precipitando el apocalipsis europeo.

A estas alturas, tampoco hay que echarse las manos a la cabeza. Las aventuras surafricanas del presidente Botha no son sino el oscuro y concentrado espejo donde se sigue reflejando cotidianamente la inmensa violencia histórica de estos 500 años de historia occidental del planeta, tanático contrapunto de nuestra progresiva domesticación civil y ambivalente pasión de libertad y de razón. Recordando el papel decisivo del puritanismo anglosajón y nórdico en la instauración y defensa de la democracia, nos vemos obligados a denunciar esa otra cara de la moneda: el atávico delirio wasp.

Carlos Moya es catedrático de Sociología.

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