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Tribuna
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El ojo en la catástrofe

Cuando llegó la avalancha estival de tragedias y hecatombes, él ya se sentía preparado. Necesitaba aquel aumento en la dosis, aunque jamás había sospechado la existencia de una adicción. Siempre había leído y con templado con placer los desastres de todo tipo que le ofrecían la Prensa y la televisión. Era un placer verdadero, cuya comunicación estaba negada por los usos sociales y cuya verdadera naturaleza -borrosa, radicalmente íntima, feroz- se escapaba de cualquier posibilidad de salir al exterior. Al principio cuando todavía le faltaba la consciencia de su profundidad, intentó compartir la experiencia con gente con la que compartía también otras cosas de la vida diaria. Amigos, compañeros de trabajo, mujeres, hasta con su madre. Pero leía en sus ojos algo más que desaprobación: una repugnancia instantánea, que se disparaba como un resorte contra la amenaza de un contacto asqueroso e imprevisto. Todos observaban y leían meticulosamente los resultados en la carne humana de un gas o de una bomba, recorriendo los cuerpos destrenzados a la busca de una fibra reconocible y señalando con un dedo tembloroso el lugar más herido y más sin forma. Sus ojos se quedaban clavados como amantes, pero el rechazo acudía a los gestos y a las palabras, cortando la corriente de simpatía que, según él, debieran producir semejantes fenómenos. Estaba solo.También él había partido de una repugnancia que, no obstante, le había conducido a la necesidad y a la urgencia. Luego descubrió que el asco es el nivel elemental de la fascinación, el que la alimenta, aunque reconocía que no bastaba para obtener de ella el máximo disfrute.

No era una razón lineal lo que unía el asco con la fascinación, la necesidad y el placer, sino un ascenso, diríamos, en la calidad de vida. Todos contábamos, de salida, con una porción de asco que, como en la parábola de los talentos, deberíamos transformar en una nueva riqueza. El trabajo y los medios de comunicación, por ejemplo, estaban destinados a la provisión sistemática de ese fondo. Evidentemente, no todos alcanzaban la fascinación consecuente y mucho menos la organización en placer de esa necesidad. (Este último caso se ilustraría con el individuo fascinado por el trabajo, pero que utiliza esa fascinación para sufrir con él y no para gozar).

Claro que esta filosofía sobrevino sólo al cabo de años de constataciones y de asedios, de comprobar que la repugnancia se había adueñado de la vida y de ver cómo le cercaban las imágenes del televisor, la primera página de los periódicos. De sentir un día cualquiera la exaltación de asomarse a los dominios de la muerte, mientras él seguía vivo como un espectador. No dejaba de sorprenderle la forma perfecta en que el entorno se había adaptado a sus necesidades. El aporte constante de miseria que se le servía a su espíritu dependiente. Miseria sin orden, sin explicación, sin trascendencia. Miseria sin ideas. La cara de una niña asomando del fango unos minutos antes de morir, la muerte de un torero agonizante en una camilla, la explosión ralentizada de una nave espacial y el quejido inaudible de los que se carbonizaban en el interior, las hermosas cifras de muertos que clausuraban los fines de semana en automóvil, etcétera. La manera en que sus necesidades eran cubiertas por la sociedad le llenaba de orgullo y le convencía de que sus sentimientos estaban de acuerdo con el orden general de la vida. Ese orgullo acabó finalmente con cualquier reticencia, a pesar del aislamiento a que en definitiva le condujo.

Fue un agosto hermoso. Aviones, alcoholeras, trenes, riadas y autobuses despedazaron el aire y se posaron en la tierra como sepulcros. Sintió una paz casi barbitúrica. Llegó a pensar que el exceso le mataría utilizando aquellas imágenes fascinantes. Cerró los ojos y las vio desfilar en la oscuridad. No necesitaba a nadie. No necesitaba ni siquiera abrirlos.

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