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La respuesta del antropofago

Víctor Gómez Pin

En las corridas de toros que con motivo de las fiestas patronales se celebran en la villa euskalduna de Azpeitia, en una placita armoniosamente abierta al paisaje rural de la montaña, la tradición impone unos minutos de interrupción tras el sacrificio de la tercera res para, presente aún ésta y el público puesto en pie, escuchar un zortziko que evoca la muerte por asta de toro en la misma plaza de un banderillero oriundo de la villa. Después prosigue el festejo entre intervalos de silencio expectante, acompañamientos musicales con txistu y dulzaina y exclamaciones o comentarios de los espectadores, efectuados mayoritariamente en euskera, tanto en las metáforas utilizadas para describir tal o tal peripecia (mozkortu cuando el toro se tambalea), como en los términos con los que se designa a los protagonistas (oinezkoetan para referirse a los de a pie).Es perceptible la ausencia en la placita de todo símbolo que pudiera evocar las tentativas de vampirizar la fiesta reduciéndola a expresión de una identidad allí problemática. Más generalmente, se diría que el pueblo euskaldun, y casi exclusivamente abertzale de Azpeitia, se ha impuesto preservar a la tauromaquia de ser instrumentalizada en diatribas ideológicas que, en aquel contexto, supondrían tener que renunciar a ella. Resistencia, en suma, a que en el ,entramado cultural, y político del País Vasco, los componentes más artificiosos y asténicos del conflicto (aquellos en los que no se juega ni el destino de la lengua vasca, ni el modelo de estructuración social) puedan suponer la pérdida de un espectáculo vivido realmente como promesa singularísima (y por ello mismo, irrenunciable) de fiesta. Fiesta, repitámoslo, para espectadores radical y conscientemente opuestos a toda la parafernalia simbólica a ella enganchada.

Algo de lo que precede podría, con los necesarios matices, ser referido a lugares como Saint Gilles, en la Camarga francesa, villas del Algarve, ciudad de México, o aun esos pueblos andinos donde, al parecer, el juego del toro ha integrado ritos arcaicos vinculados a la esporádica aparición y captura del cóndor. En todos ellos (con sus diferencias respecto a las causas y al arranque temporal de la tradición) la tauromaquia es popularmente defendida con el dogmatismo ingenuo de aquel que la homologa a belleza sustentada exclusivamente en la racionalidad y la valentía (la superación de sí), es decir, los ingredientes fundamentales de toda tarea propiamente humana.

En la plaza de Azpeitia, en el instante litúrgico del zortziko. cuando después el tendido se recreaba en la delicadeza de un gesto (una mano derecha abierta-en ofrenda), o cuando se hallaba suspendido al efecto de una muñeca docta en el levísimo giro apto a modificar toda la ordenación espacial... al compartir un estupor que lo era en definitiva frente a la potencia del clarojuicio de un hombre, recordaba con rabia la expresión despectiva de todos aquellos cuya boca se llena de sarcasmos al escuchar el menor vínculo entre la tauromaquia y los términos estética, sensibilidad, civilización o arte. "Si esto es arte, entonces una fiesta de antropófagos es un rito gastronómico". Sin el mérito de haberla fraguado, los delicadísimos antitaurinos repiten a saciedad tal frase chispeante. Los aficionados -los 3.000, concretamente, que llenábamos la plaza de Azpeitia- seríamos, pues, antropófagos que encubren sus infrahumanas prácticas bajo el rimbombante título de arte. En tal miseria el torero representaría la estrafalaria figura del destripador que se equipara a Mozart.

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El antitaurino (a diferencia de aquel a quien simplemente los toros no interesan) no se limita en ningún momento a expresar no coincidencia de gustos, sino que carga tal disparidad de connotaciones valorativas que le erigen en modelo ético: sensible ante el dolor ajeno; capaz de apertura, concretamente a la alteridad del animal y a la peculiaridad de su sentir;capaz, en fin, de subordinar las propias pulsiones y sacrificarlas en la medida en que afectan a otro.

Carente de fisura interna, el antitaurino es radical en la defensa de su opinión, no mediatizada, desde luego, por el diálogo (en el sentido cabal del término, que implica potencia transformadora de cada uno de los polos en presencia), y ni siquiera por la experiencia. Verdad apodíctica es para él que a los aficionados nos motiva esencialmente el sufrimiento del animal; o quizá el del hombre; o el de ambos a la vez. Por supuesto que todo ello, por incompatible con su dignidad, le aleja de nosotros. Autosatisfacción que, en los casos más extremados de desprecio, alcanza la forma grotesca del farisaico "gracias por no ser como ése".

Pero quizá la modalidad hoy más en boga del antitaurino sea la de aquel que argumenta sobre la base del carácter anacrónico de una fiesta incompatible con el marco geográfico y el modelo cultural en el que nos insertamos, incompatible, en suma, con la condición de europeos. Curiosamente, no se evoca incompatibilidad alguna con otras culturas cercanas en las que la tauromaquia constituye algo perfectamente exótico. No hay toros en Marruecos ni en la Mauritania negra, pero tal diferencia parece no ser significativa. Que la tauromaquia no ayude a vinculamos con África es poco grave; grave es que tal cosa ocurra respecto a lafinísima Europa. Esa Europa que a base de encubrir lo que la ha forjado en la asepsia de un modelo cultural uniformizante y asténico tiene -sobre todopara el recién llegado al clubbula. Una pregunta al respecto: los aficionados (entre los que me cuento) al bel canto, que hoy goza de tanto prestigio, ¿tienen suficientemente presente que la ópera tuvo su momento álgido en el esplendor de los castrati, personajes mutilados exclusivamente en función de exigencias vocales, y que en el siglo XVIII llegaron a protagonizar los principales papeles, tanto masculinos como femeninos? Con la prohibición de los castrati, decía Rossini a Wagner, empezaba la decadencia irremediable del bel canto. ¿Renunciaremos a la obra del maestro de Pesaro por reposar en tal radical convicción?

Somos los taurinos gente predispuesta a la evocacion, predispuestos a recrearnos en imágenes, figuras o atmósferas de lo pasado o perdido. Hay, pues, cierta complacencia en aparecer aislados en el marco social que nos rodea, condenados quizá por el devenir y el progreso. Mas el antitaurino interpreta tal sentir en un sentido literalmente humillante, equiparándonos a alguien que manteniéndose erguido por la fuerza de las circunstancias tuviera permanente nostalgia de la marcha a cuatro patas o de la condición de larvas. El antitaurino no disiente, desprecia. Por ello mismo, más que enemigo de la fiesta de los toros lo es de la fiesta en general, de todo aquello que, por comprometer indisociablemente alma y cuerpo, supone otra cosa que la decrepitud y el aburrimiento que, correlativamente a la ferocidad, la explotación y el narcisismo, van adueñándose de la cultura europea.

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