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Tribuna
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"One wild boy'

One wild boy es el título de una canción de Iggy Pop. Y escribía Malraux que hacia los 20 años se compran y se venden las al mas. Cuando yo andaba por esos años, Eduardo Haro lbars -¿no habrá pensado el cantan te de Detroit en él al componer ese tema?- compró la mía. Suya sigue siendo.Eduardo Haro, pues así se le conocía en nuestro círculo (el otro, el que lleva Tecglen de segundo apellido, sólo era su padre, por mucho que desde la revista Triunfo fuese guía y portavoz de tantos), destacaba entonces como el más moderno, el más lanzado, el más enterado. Conocía mejor que nadie, y muchas veces de modo directo, algunas de las cosas en que se nos iba la vida: rock, literatura y cine de terror; ciencia-ficción y anarquismo; Rimbaud, Genet, Oscar Wilde, Beardsley... Y cierta literatura norteamericana (recuerdo un poster que en 1967 tenía en el cuarto de casa de su abuela donde, junto a las fotos de Ginsberg, Kerouac y Burroughs, aparecía la leyenda, en inglés, claro: "los reyes del underground"). Y, sobre todo, no ignoraba nada de lo preciso para embarcarse en aventuras hacia los límites del significado y la inteligencia, con o sin la ayuda de esas sustancias psicodélicas, que la legislación vigente llama drogas. También le apasionaban a Eduardo Haro -mitificado y mitificador, vivía en una permanente pasión- Tolkien, Aleister, Crowley, los Dadá, el surrealismo, el postismo, el jerez dulce o el sol y sombra y la novela de Ángel Vázquez La vida perra de Juanita Narboni; aunque esto último fue después, a fines de los años setenta, época en que empezó a militar en partidos revolucionarios de izquierdas.

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Muere el escritor Eduardo Haro Ibars

Mentor y guía por arriesgados senderos mentales, Eduardo Haro arrasaba entre los escasos sujetos de mala fama que formábamos el escuálido pero riguroso underground madrileño, muy lejos de los progres cutres y aburridos, de los estrechos izquierdosos que se casaban y tenían hijos para ocupar ahora el poder, de los modernos yeyés noticia de Prensa, y, sobre todo, del odiado Gobierno (¿y quién, que fuera decente, no abominaba del que estaba a favor de Franco y sus sinvergüenzas y asesinos?). No se olvidaba -y Eduardo Haro, que nunca se echó atrás, mucho menos- que la vida iba en serio. Por eso en su compañía siempre había risas, conversaciones exaltadas, delirios, barbaridades, teorías críticas de la razón alcohólica, mientras oficiaba de brujo, mago, derviche o ñomo -así pronunciaba él la palabra gnomo- También ejerció menos minoritariamente estas funciones años después en galerías de arte y sitios así, oticiando de Jim Morrison al recitar sus propios poemas, recogidos luego en sus libros de los primeros años ochenta. Al tiempo que poemas -"algunos de los más inspirados de la joven poesía española, una poesía que no tiene nada que ver con novísimos y adláíeres viejísimos", según escribí en 1985 al aparecer uno de sus libros de relatos: El polvo azul-, publicó prosas en periódicos. Unos artículos siempre extraterritoriales, ajenos a los cánones de la literatura, la cultura y los modos de vida dominantes.

Fuera de ellos, y desdeñándoles, ha escrito y vivido Eduardo Haro (Ibars), en compañía de sus espacios imaginarios; sus calles y sus bares y sus cines; sus personajes de tebeo y sus seres de carne y hueso, como él mismo, que habitaban las fronteras. En Tánger y en Madrid, en Sodoma, el paraíso del Bosco y Chamberí, dialogando acaloradamente con Lou Reed, Jerry Cornelius o el conde Drácula -aparte de Blanca Uría, que estuvo a su lado como ninguno hasta el final-, transcurrió la intensa existencia de un artista de verdad, Eduardo Haro Ibars, uno -en ocasiones, el más- de mis admirados, excesivos y, en definitiva, queridísimos amigos.

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