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Tribuna:VIAJEROS DE VERANO'NUDA AESTES'. EL PUERTO DE MAHÓN / 1
Tribuna
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Paseo por la costumbre del verano

In solio Phoebus... Stabat nuda Aestes et spicea serta gerebat

El viejo Xavier Regás, prócer barcelonés, mecenas del teatro semiclandestino en las pasadas décadas sombrías y desaparecido hacia el año 80, estaba escribiendo unas memorias que quizá no se llegarían a publicar y a las que reservaba un título que a mí me parece emblemático del talante irónico y el cinismo liberal de la burguesía barcelonesa de anteguerra. Quisieron llamarse Em vingut a aquest mon a pas sar 'l'estiu (Hemos venido a este mundo a pasar el verano). No sé siquiera si, ese manuscrito llegó a existir, pero a mí el proyecto de título me parece casi inmortal. Pasar el verano era la denominación de una suma de propósitos y algunas habitualidades para la travesía de la desnudez estival, una formulación sedentaria y pacífica del veraneo de cualquier nivel social, de consagración del ocio legítimo -generalmente familiar y a menudo tribal- según unas liturgias muy urbanas aun que convenientemente rurificadas, a veces con exageración, descalzas y adamitas si eran de residencia litoral. Pasar el verano, para la burguesía media barcelonesa y de otras capitales catalanas de los años treinta, no era un modo más tradicional de veraneo, ni mas aristocrático y cercano a la nostalgia feudal de los poderosos de otras latitudes o de la pretensión local de los homes de paratge o al modelo del villegois elegante, sino, en muchos aspectos, todo lo contrario. Pasar el verano era ya lo opuesto al veraneo generalizado, y antagónico del turismo incluso opulento, el más común en aquella época no tan lejana. Porque el programa de veraneo o el turismo parecían a los que siempre habían pasado los veranos una vulgaridad o una impertinencia. Pasar el verano era un proyecto de vida, de estar en el mundo y en esta estación por un rato, que según pretendió Regás podía serlo de toda una biografía. Era un destino. Pasar el verano era un hecho repetido de colonización temporal, de restauración de otra vecindad cordial, desgracia darriente quebrada a la fuerza y felizmente reanudada gracias a la continuidad zodiacal de la sa lud, del buen pasar, del modera do bienestar en el sentido más amplio. Porque era una habitualidad interclasista independiente de la seguridad y del poder social. Era otra cosa. Un arraigamiento cultural permeable al paisaje y a las gentes del verano, la asimilación permanente de un lugar, de una geografía humana, la personalización de otra historia no demasiado exótica, porque eso no solía ocurrir lejos de casa o de las residencilas obligadas. Reconozcamos, para concluir, que esas costumbres tenían estrecha relación con las vacaciones escolares y muy poca con las profesionales o laborales, y que era frecuente que se organizasen sobre vocaciones o aficiones mamáticas: la historiografía parroquial, el ciclismo higienista, el excursionismo voluntarioso, la pesca con dificultades, la entomología, la prehistoria o la sudorosa boga al remo en un canot de tingladillo. O sobre vagas recuperaciones gentilicias o de la extraviada parentela. Para acabar de situarnos, digamos que ese pasar el verano que a mí me parece tan barcelonés no lo era tanto y que con otros matices se debía dar en muchas otras partes, y también que no se trata de una tradición particularmente litoral. Pero catalán y litoral es el que yo he conocido y en cierto modo practico in memoriam y el que trataré de identificar en estas crónicas de habitual viaje por el interior del veraneo de los barceloneses, de la desnudez estiva de mis contemporáneos convecinos.

Extraviado en la mar

Haré una peregrinación marinera con los medios más rústicos siempre que se pueda, caboteando con mi viejo falucho, fondeando aquí y allá, asaltando la intimidad de los viejos amigos sólo para saludarlos y situarlos en esa periclitada costumbre de pasar veranos. He hecho eso docenas de veces e incluso he escrito libros sobre esas experiencias que los marineros de mi pueblo llamarían de perdut per la mar, de extraviado en la mar, casi de naúfrago, a contracorriente del progreso naval y del deporte náutico, y tal vez a contrapelo de la historia. Pero empezaré por Menorca. A Menorca iré volando, cruzando la mar por los aires, como cualquier moderno. No me atrevería ya a cruzar el mar balear con mis precarios medios, y menos el puerto de Mahón, que es la travesía más dificil aunque sea para arribar al puerto más seguro del Mediterráneo, detrás de junio y julio, como dice el refrán. Quizá debiera explicar por qué comenzaré por Menorca. 0 tal vez no. No será sólo porque haya permanecido la más próxima de las islas o la más ligada a las tradiciones catalanas, por entre los huecos de sus superpuestas soberanías y las repetidas sojuzgaciones desde que Alfons II, el rey Alfons, tercero por la cuenta de Aragón, la vaciara brutalmente y la repoblara de catalanes viejos que han permanecido increíblemente iguales a sí mismos bajo todas las banderas y al cabo de las más cruentas sangrías, sino más bien porque Menorca es aspiración principal de muchos catalanes modernos que pretenden seguir pasando el verano y porque los menorquines lo siguen haciendo efectivamente en su propio territorio, y parecen decididos a defenderlo, el territorio y las culturas que genera, de la amenaza arrasadora de la nueva piratería de los veraneos convencionales y del turismo, Barbarrojas contemporáneos, que ya han devastado casi todos los demás perímetros mediterráneos.Comenzaremos por Mahón, Portus Magonis (dicen que con un étimo fenicio), Maó (Mó en la fonética insular), porque de cualquier modo se llega a la isla por el puerto de Mahón.

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Hace unos años, el alcalde de Mahón me encomendó amablemente el pregón de las fiestas de septiembre. Yo había leído hacía poco el excitante libro de Emile Bradford, Ulysses found, que creo ahora de próxima aparición en castellano. Bradford es el más reciente de los odisólogos náuticos, en la tradición inmediata de Jacques Berard, empeñados en materializar la geografia mítica de La Odisea navegando una y otra vez sobre el periplo homérico, efectivamente muy preciso en el texto que conocemos del poema, y navegándolo con riguroso respeto a la arqueología náutica y naval. Los dos, Berard y Bradford, fueron marinos de profesión y reinventaron una y otra vez el mar de la era de Troya con medios y parangones muy adecuados. Los dos parten del supuesto, que críticamente parece cada vez menos arriesgado, de que el autor de la versión definitiva de la epopeya se valiese de unas instrucciones náuticas de origen remotísimo, con referencias míticas y fabulosas, pero con derroteros precisos. Tal documento pudo ser muy escueto y muy exacto. La identificación de los lugares odisíacos de Berard y de Bradfórd coinciden entre sí y con otras más tradicionales y antiguas, salvo en el tramo que lleva a la flota de Ulises de las mansiones de oro (¿la isla de Ústica?) al fatídico puerto de los lestregonios, que Berard sitúa en Bonifazio, en la orilla corsa del estrecho, y Bradfórd, sorprendentemente, en la rada de Mahón. La cuenta de nudos y de millas y las hipótesis de vientos y de meteorología del mar de Bradford parecen más verosímiles que las de Berard, pero, sobre todo, la descripción homérica del mítico Telépidos de los lestregonios en unos cuantos exámetros se corresponde con increíble exactitud a la rada de Mahón -ese "puerto ilustre" al que se llega por una estrecha boca guardada por altos roquedales, y que permite amarrar de costado todas las naves, paleogaleras de 50 remeros, se supone, al final del largo seno de agua siempre profunda y en eterna calma. Todas las naves, menos la del astuto Odiseo, que prefiere dejarla del lado de afuera de la primera isleta (quizá la actual isla del Lazareto), lo que ocurre luego, la excursión a la fuente elevada y a la morada de piedra del rey Antípates y, sobre todo, el bombardeo y la destrucción de la flota con enormes piedras y el exterminio también a pedradas de los griegos, finalmente arponeados en el agua, así como otros pormenores de la narración pudieran aludir a una civilización megalítica y de feroces honderos que la prehistoria suponía y la historia supone a la isla. Alusiones propicias a la fundación de una mitología balear, menorquina y particularmente mahonesa, con raíces en la lejana y muy ilustre era de fulgente bronce de la guerra de Troya. Ocho o nueve siglos después de su leyenda, cuando se redactó la Odisea que conocemos, los focenses y, quizá otros griegos conocían bien Menorca, sabían de sus honderos y habían visto los talayots y las navetes.

Memorias de Retz

Conté todo eso a los mahoneses en aquel pregón, y también les hablé de las Memorias del cardenal de Retz. Las Memorias de Retz son desde hace mucho tiempo uno de mis libros de cabecera, la lectura de Bradford me había remitido necesariamente a la descripción de Port Mahón (qui est le plus beau de la mediterranée) que el duque y destituido arzobispo hace de él a su paso por la isla, en el viaje de suplicante a Roma en octubre de 1654, huésped de don Juan de Austria y conducido en una majestuosa galera de 450 forzados más la tropa de respeto, por don Fernando Carillo, lugarteniente del regio almirante. Retz, que había atravesado el territorio apestado de Aragón para embarcar en Binarós, no pudo pernoctar en ciudad de Mallorca a causa de la preceptiva cuarentena y pasó cuatro días en Mahón, dedicado a los deleites del turismo principesco y principal, esperando una muda favorable del viento y la seguridad en la mar. Retz lo pasó muy bien. Cuenta que le organizaron un gran espectáculo para ofrecerle unos pocos moluscos. Pusieron en fila cien turcos de la chusma sosteniendo un calabrote increíblemente grueso que unos buceadores amarraron a una piedra del fondo. Los forzados izaron penosamente la piedra, halando con gran esfuerzo aquella soga y luego partieron la roca a mazazos para extraer de ella siete u ocho conchas -presumiblemente dátiles de mar- más pequeñas que las ostras, dice, pero de más penetrante sabor. Las cocieron en agua del puerto y las ofrecieron al cardenal, que se maravilló de su delicia.La descripción que Retz hace de la rada de Mahón, con medidas esta vez más aproximadas, se parece deslumbrantemente a la homérica que Bradfórd atribuye a este sitio. "La bocana estrecha, tanto que yo creo que dos galeras no pasarían por ella bogando a la vez", "esa misma montaña, esos árboles, los acantilados que guardan el puerto de todos los vientos y aun bajo las mayores tormentas está tan en calma como la basca de una fuente o como un espejo. Y es, sin embargo, de un calado parejo que hasta los galeones de Indias fondean a cuatro pasos de la orilla". Habla de los mismos bosquetes y arroyos que el poema y de "mil y mil escenas que son sin exageración aussi surprenantes que cefles de l'opera".

En aquel pregón dije a los mahoneses cuáles eran mis referencias literarias de este "puerto ilustre", que quizá fueran verdaderas pero que aún no estaban catalogadas, y sólo les oculté las malas costumbres antropofágicas de aquellos lestregonios de los que alguno podría aún sospechar una remota ascendencia. Pero les invitaba a la vinculación con la más noble e ilustre mítica de la historia y a la más felicitaria de las religiones. Yo creo en esas cosas.

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