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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOLONDRES, UNA CIUDAD REAL / 4
Tribuna
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Retrato del natural

Nadie puede presumir de conocer Londres si no ha paseado por alguno de: sus parques.Los parques londinenses, que ocupan una tercera parte de la superficie de la ciudad, son objeto de un aprovechamiento intensivo y múltiple que satisface las más variadas apetencias de los ciudadanos. Hyde Park ofrece senderos para que galopen jinetes y amazonas, lagos para entrenamiento de remeros, escenarios para desahogo de oradores aficionados y rincones aptos para otros esparcimientos no recomendados en las guías turísticas convencionales. Recuerdo a este respecto que hace 30 años, cuando llegué por primera vez a Hyde Park, observé que en la zona próxima a Piccadilly Street el césped estaba esmaltado de grandes margaritas blancas. Para mi sorpresa, cuando me acerqué al lugar de la insólita floración, las margaritas se transmutaron en preservativos. Supongo que estos ejemplos bastan para dar idea de todo lo que se puede hacer en los parques londinenses. Debo advertir que hace 30 años había en Londres más marineros y más prostitutas que en la actualidad.

Regent's Park

Aunque Hyde Park es el más conocido, Regent's Park es para mi gusto el, parque más bello de Londres. Concebido a principios del pasado siglo como una ciudad jardín, aún conserva en su periferia los edificios de aire helénico en los que viven algunas pobres gentes podridas de millones.

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Llego a Regent's Park poco antes de las once de la mañana, cuando aún sus avenidas están casi desiertas, desprovistas de intrusos, pobladas únicamente por los habituales y más tópicos gozadores de los jardines: la misteriosa mujer ya no tan joven pero todavía bella que lee a la sombra de un castaño de Indias un libro de versos; el ciego y su amigo: el caballero que saca a pasear a un diminuto caniche; el gran sanbernardo que arrastra a un diminuto caballero; el despreocupado clochard que recupera en las papeleras objetos desechados que en sus manos cobran inesperada validez.

En los parques de Londres hay gaviotas que durante algunas horas comparten los estanques con los cisnes y alternan en el césped con las palomas. Se ve que esas aves de vuelo raudo y fácil no son de aquí, que vienen de muy lejos simplemente a visitar, por pura curiosidad, aprovechando que el Támesis pasa por el centro de Londres. Claro que no todo en ellas e curiosidad; cuando pueden, les quitan el pan a las palomas.

En el paseo de coches, un londinense enmangas de camisa y con cartera de ejecutivo regresa a su automóvil, un Roll Royce de pequeño formato dentro de lo que cabe, o mejor dicho, dentro de lo que sobra en un vehículo de semejante hechura. El londinense abre el maletero, recupera una corbata y una chaqueta gris, se las pone, y antes de entrar en el automóvil se inclina para aspirar lo que me parece una mata de heliotropo. Qué descubrimiento: también la gente de la City tiene su corazoncito.

En el parque hay un lago, un teatro al aire libre donde se representa diariamente a Shakespeare, el zoológico más grande de Inglaterra y un templete en el que una banda militar está interpretando valses de El conde de Luxemburgo. Al pie del templete, una inscripción recuerda en este ambiente de paz que la violencia está profundamente entrañada en la vida de Londres. Traduzco el texto: "A la memoria de los músicos de la Banda del Primer Batallón de Reales Casacas Verdes que murieron aquí como resultado de un ataque terrorista el 20 de junio de 1982". Sus compañeros sobrevivientes, o sus sucesores, marcan con energía los tres tiempos del vals. Tras el brillante acorde final, el público aplaude. En el estanque próximo, los patos graznan destempladamente. Tal vez hubieran preferido escuchar El lago de los cisnes.

El centro del parque está ocupado por una gran rosaleda circular. ¡Qué orgía de rosas de todos los tamaños, aromas y colores! Las rosas, agrupadas por variedades en pequeñas parcelas, tienen su nombre propio. Las llamadas Potton Heritage son enormes, muy rojas, pero pálidas por el envés de sus pétalos; bellísimas cuando adolescentes, tienen mala vejez, se esponjan pronto, engordan demasiado. Las Grandpa Dickson presentan parecidas características, sólo que en amarillo. Prefiero las de la marca Country Heritage, bicolores, que pasan en suave transición del anaranjado al ocre palidísimo, casi blanco, y envejecen mejor, conservan los pétalos compactos hasta que la muerte los separe.

Eutanasia en el jardín. Dos atractivas muchachas muy rubias armadas de tijeras de podar cortan las rosas que comienzan a marchitarse. Con su permiso, recojo de un saco de plástico un ejemplar azafranado, todavía fragante. Miro en torno a mí: ¡rosas, rosas, rosas! Me voy del parque con la vaga pesadumbre de no ser Juan Ramón Jiménez.

Londres es una yuxtaposición de muchas ciudades enhebradas por el río Támesis, una sarta de cuentas heterogéneas, muy diferentes en aspecto, significado y valor. Algunas podrían no existir, y sin ellas Londres seguiría siendo Londres; pero hay dos imprescindibles. Ya hablé de una, la que llamé la ciudad por excelencia, el noble borough o burgo, que se extiende desde el palacio de Buckinghan hasta el Parlamento y la abadía de Westminster. La otra sería la ciudad por antonomasia, la City, distrito infestado de banqueros, jugadores de bolsa y demás gentes de buen vivir. Esas dos ciudades, aunque parezcan ignorarse, son complementarias, no se conciben una sin la otra. En tal simbiosis no se sabe quién es parásito de quién. Lo cierto es que ambas se vampirizan y se engordan mutuamente; el prodigio sería inexplicable sin la existencia de lejanos, anónimos donantes de sangre, de los que es preferible no hablar.

En la City residen 6.000 personas y trabajan 500.000. La desproporción imprime carácter: la ciudad se ve obligada a aspirar y expeler esos cientos de miles de seres humanos en dos penosos movimientos espasmódicos que se producen a primera hora de la mañana y al final de la tarde. A no ser que se pretenda tener la experiencia del vacío absoluto, uno debe visitar la City en horas laborales, las que median entre la diástole y la sístole que la colman y la desocupan alternativamente.

Temor reverencial

A las doce de la mañana emerjo desde las profundidades de la estación de metro Bank en una pequeña plazoleta triangular enmarcada en dos de sus lados por el edificio del Royal Exchange y el Banco de Inglaterra. El respeto que siempre me mereció la libra esterlina se traduce en una actitud de temor reverencial; si tuviera sombrero, me descubriría.

La calle está animada; es la hora del lunch, y las oficinas vierten oleadas de funcionarios que se dispersan por las plazuelas y los callejones de los alrededores. Unos forman cola ante un despacho de bocadillos y luego, en vista de que hoy no llueve, de que hace casi sol -mañana, cuando amanezca otro día nublado, los ingleses contarán el chiste de todos los años y dirán que esta vez el verano cayó en miércoles-, comen sentados en un banco público mientras leen la sección de sucesos o las páginas deportivas del Daily Mirror. Otros entran con un ejemplar del Guardian en un pub para reconfortarse con una jarra de buena cerveza y un plato de carne asada. Todos visten del mismo modo: traje gris camisa blanca, corbata de colores sobrios. Sólo las peculiaridades gastronómicas señaladas permiten saber quiénes son, dentro de ese rebaño uniforme, los que mandan algo y los que no mandan nada.

En un pequeño y sombreado espacio peatonal situado entre el Royal Exchange y el Stock Exchange descubro a los que constituyen la elite del poder. Los que sin duda mandan mucho, los matones del barrio, están de tertulia en la calle consumiendo litronas adquiridas en el bar de enfrente, igual que los componentes de una peña taurina en la plaza mayor de un pueblo castellano el día de las fiestas patronales. Lo que ocurre es que estas litronas son de champaña, y estos mozos han tenido que pagar por cada una entre 5.000 y 15.000 pesetas. En el pretil exterior de las ventanas de The Green House, champagne bar, junto a botellas semivacías de Möet Chandon Dry Imperial, canapés de caviar y ejemplares de The Financial Times, espectaculares radioteléfonos portátiles me confirman otra vez que los ingleses, conservadores en lo superfluo, no tienen reparo en adaptar sus usos y costumbres a los tiempos que corren cuando se trata de lo importante y esencial. Observo con aprensión que escasean los sombreros de hongo; quiero pensar que los han dejado colgados en el perchero de la oficina. El sombrero de hongo es lo que no sirve para nada, el adminículo anacrónico y perfectamente inútil en el que los empleados de la City deben insistir para que no se diga nunca que Londres ya no es lo que era.

Yo quiero compartir unos momentos con esos caballeros, parecerme a ellos durante unos minutos -pero sólo durante unos minutos- para ver que pasa, para no ser menos. Tras haber averiguado discretamente que en The Green House también sirven vino blanco, me acerco al mostrador y pido con naturalidad un vaso pequeño. Me mortifica un poco el gesto de contrariedad que no pude evitar cuando supe que el vaso pequeño cuesta 600 pesetas. Pero salgo a la calle con el vaso en mi mano, y hasta me atrevo a leer, o a fingir que leo, un ejemplar abandonado del Financial Times.

'Lunch'

Intento tomar el lunch en un pub histórico, el George and Vulture, al que fue muy adicto el señor Pickwick, pero me niegan el servicio alegando vestuario inadecuado. Me asombra ahora que me hayan permitido altemar con los gentlemen de los radioteléfonos. Encuentro pronto una explicación: seguramente estos bancarios encorbatados, estos ejecutivos de medio pelo, temen que la proximidad de alguien como yo redunde desfavorablemente en su prestigio. Los otros, los de las lítronas de Möet Chandon, están tan seguros de sí mismos que no sólo no me consideran peligroso, sino que, simplemente, no me consideraron. En el fondo me siento más hurnillado por el camarero que me sirvió la pequeña copa de vino que por este maître de gesto impertinente que me mira salir del comedor y me sigue mirando hasta asegurarse que de verdad me he ido.

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