Turistas, predicadores, radicales
Lo primero que debe hacer todo viajero cuando llega a una ciudad que no es la suya -y pensándolo mejor, incluso en la suya- es comprar el periódico. Leo en la primera plana del Observer que, cuando bailan, las adolescentes inglesas expresan con más libertad sus emociones eróticas que sus parejas del sexo contrario. Las adolescentes inglesas, añade el diario, se están volviendo peligrosamente agresivas en todas las acepciones del verbo agredir. Considero la noticia como una advertencia personal. También me entero de que la policía de Londres no toma en serio las denuncias por violación, cosa que, como es natural, indigna a las violadas y a la humanidad femenina en general. Rectifico: indigna a la humanidad. Sigo leyendo. En una cárcel del Reino Unido los guardianes escupen y orinan en la comida de los presos y de cuando en cuando los apalean sin causa justificada. Pienso: en buen lío se ha metido otra vez Barrionuevo. Pero pronto caigo en la cuenta de que Barrionuevo no tiene pito que tocar (pito de guardia o de sereno, naturalmente) en este país, y ahora ni siquiera en el suyo. Esta vez tuvo suerte; se libró de milagro.Con tan útiles informaciones me dispongo a afrontar lo que la ciudad de Londres me depare. Paseo por las inmediaciones de Regent's Park cuando me doy casi de bruces con una espesa multitud que pretende entrar en el Museo de Cera de Madame Tussaud. Son cientos. Tienen espera para rato, pero parece que no les importa. Un griterío en todos los idiomas y de todos los colores me aturde y me alarma. Yo siempre sostuve que Londres es una ciudad verdadera porque está mayoritariamente habitada por sólidos genuinos londinenses, a diferencia de París, por ejemplo, que en ex tensas zonas de su área metropolitana está casi exclusivamente poblado por turistas, esos seres provisionales y efímeros que si se constituyen en rebaño contagian cuanto invaden de aburrimiento e irrealidad.
Ahora, en los aledaños del Museo de Madame Tussaud, mi teoría sobre los londinenses ha sufrido un rudo golpe. ¡Tú también, Londres!
De todas formas me queda el consuelo de pensar que esa multitud no está compuesta por turistas propiamente dichos, que estos jóvenes excitados y gritones no vinieron a esta ciudad sólo para admirar ninots de cera y manchar el pavimento de las plazas públicas con los cucuruchos grasientos y vacíos de las patatas fritas compradas en una tienda de la cadena McDonald's. Interrogo a algunos hispanoparlantes que detecto en el tumulto, y sus respuestas me confortan. Hay tres grupos de muchachas que siguen cursos de inglés, y un joven de pelo muy negro, lacio y engominado, natural de Palencia, que trabaja de camarero en un restaurante del Soho.
En cualquier caso, el fenómeno es inquietante; aunque todos esos jóvenes no sean turistas de tiempo completo, aquí y ahora están haciendo con lamentable verismo el turista absoluto.
En busca del Londres inmutable y eterno dirijo mis pasos hacia Hyde Park, que está a la vuelta de la esquina, como quien dice. Hoy es domingo, y en el Speakers' Corner encontraré con seguridad a los londinenses con vocación de tribunos que, encaramados en frágiles e improvisados tabladillos, profetizan el fin del mundo, recomiendan el uso del esperanto para conseguir la harmonía (así, con hache, que queda más helénico) entre las naciones, o defienden los derechos de las focas.
Frente a la estación de metro de Marble Arch pulula otra muchedumbre juvenil y desarrapada. La estación de metro de Marble Arch está flanqueada por un Kentucky Fried Chicken y una cafetería McDonald's. La cocina inglesa goza de un merecido desprestigio internacional, pero apelar a esas firmas para paliar su falta de sustancia no hace más que empeorar las cosas; qué error, qué grave error.
Llegar hasta Hyde Park exige la inmersión en un dédalo de pasadizos subterráneos decorados, como era de esperar, con abundancia de grafitti. Hay esas misteriosas inscripciones bellamente dibujadas pero ilegibles que en las paredes de las grandes urbes vienen a ser como las meadas de los felinos en la selva, marcan los límites de un territorio reclamado por una familia de panteras o por una pandilla de skin heads. Tan admirable caligrafía indescifrable se corresponde asimismo con el pensamiento expuesto por los lingüistas estructurales y los críticos formalistas: atención al significante y desdén por el significado. La relación que acabo de intuir entre las teorías de Hjelmslev o Derrida y la contracultura aproximadamente punk me hace pensar que nuestro caótico mundo es a veces mucho más coherente.
No faltan en el pasadizo, por fortuna, pintadas políticas de meridiana claridad. Y músicos. Un negro vacía en un enorme saxo su alma y sus pulmones hasta quedar exhausto al final de cada frase de un blues. Apoyado en una inscripción que reclama libertad para Irlanda, un hombre de mediana edad -americana raída, aspecto de caballero honorable venido a menos, a muchísimo menos, a casi nada, para qué vamos a mentir- interpreta con timidez a la armónica una de mis habaneras favoritas: Cuando salí de La Habana... Nunca me perdonaré haber pasado ante él sin dejarle algunas monedas.
Llego a una encrucijada donde un tenderete de Pathfinder Press exhibe una variada selección de libros marxistas. Vendedores de publicaciones radicales vocean periódicos anarquistas, socialistas y comunistas que tienen en común la palabra workers en la cabecera. Compro uno que dejaré muy pronto olvidado, juro que sin querer, en la mesa de una taberna. Este espectáculo que veo con innegable simpatía es lo que queda -y ciertamente no es poco; ya quisiera en España Izquierda Unida- del sector de la sociedad inglesa que luchó esforzadamente contra el burgués implacable y cruel para acabar con la explotación en las fábricas de las mujeres y los niños, el que ganó para toda la clase obrera mejoras laborales decisivas, el que luchó generosamente en la guerra civil española al lado de la República. Camaradas, salud y mucha suerte. Entono entre dientes La Internacional y subo -"arriba los pobres del mundo..."- de dos en dos los peldaños de la escalera, que desemboca no en un mundo mejor, pero sí en las verdes praderas de Hyde Park. Estamos ya en el Speakers' Corner.
En España los llamarían charlatanes, pero aquí merecen la más honrosa denominación de oradores. Estos londinenses de verbo fácil y con frecuencia vibrante tienen un público, cuando lo consiguen, que se divide en dos categorías: los que escuchan con respeto y aquellos que sabotean al hablante con todo tipo de interrupciones, parodias y chirigotas. Estos londinenses de verbo fácil me parecen hoy unos londinenses muy extraños. Algunos llevan turbante, los hay con chilaba y ensabanados, no faltan negros con espectaculares peinados afro style, pero escuchemos lo que dice el oriental encaramado en un taburete. El oriental habla de Buda a un auditorio escaso y distraído del que dejo de formar parte inmediatamente. Más allá un representante de los musulmanes negros grita cosas terribles que dos cockneys de nariz escarlata reciben con mofa y regocijo. Y luego están lo cuáqueros, y los shiíes, y... algunos guardias de uniforme marino pasean con indolencia sus sacos y su aburrimiento seguros de que esta tarde nadie les ofrecerá la oportunidad de exhibir su ferocidad de consumados karatekas. Únicamente el tenderete donde ondea una llamativa estrella de Israel merece la atención de cuatro o cinco de ellos. Estos guardias de uniforme azul marino y casco apepinado aparentan un engañosa mansedumbre; recorren día y noche la ciudad, y atienden por Bobby.
Hacia el interior del parque, a unos 300 metros de distancia, en un amplio escenario que acoge a medio centenar de personas -luego sabré que se trata de personalidades-, un clérigo negro habla y gesticula con pasión. Sus palabras las amplifica un potente equipo sonoro, y su imagen se repite a gran escala en una enorme pantalla panorámica. Hay decenas de miles de espectadores. Me acerco al lugar de los actos con desconfianza y lentitud, como un gato que ve entre las hierbas del jardín el bulto de una posible presa cuya naturaleza desconoce. Gracias a la pantalla gigante puedo identificar el rostro del clérigo negro; se trata del arzobispo Desmond Tutu. Presto atención a sus palabras y logro entender alguna frase: "... sólo cuando los blancos marchen junto a los negros podrá conseguirse la paz". Por un folleto amarillo sé que he venido a caer en un rally organizado para exigir la libertad y celebrar el cumpleaños del líder surafricano Nelson Mandela. Es curioso que mentras en el Speakers' Corner el público y los oradores empeñados en demostrar la existencia de Dios eran en un 90% negros y similares, aquí, en este acto antirracista, los asistentes son blancos en su inmensa mayoría. Tutu cede la palabra a otro arzobispo, yo empiezo a aburrime e inicio la retirada admirando la perfecta organizacion del rally: ambulancias, una improvisada guardería infantil, niñitos y niñitas saltando en grandes colchones de aire y tratando de trepar por erectas protuberancias plásticas de formas descaradamente fálicas. En este momento actúa en el escenario Jonas Gwangwa, el compositor que estuvo a punto de obtener un oscar por su partitura para el filme Cry freedom. Gwangwa suele actuar a precios de Gwangwa, que yo no puedo pagar, y quiero aprovechar esta oportunidad para oírlo gratis. Me detengo. Una Inglaterra idealista y generosa, que no tiene nada que ver con la señora Thatcher, escucha con fervor. Eran las siete y cinco de la tarde en Londres y, sin embargo, no llovía.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.