A Rafael Escobedo
Cuando he cogido el periódico de manos de este nuevo quiosquero estival se me ha helado la sangre, a pesar del bochornoso calor que nos sofoca. ¡Dios mío!, me han atrapado sus ojos tristes. Y sus labios, la cálida cadencia de sus labios, que ayer me pareció sádica burla, se transforma hoy en triste mueca de impotencia.¡Qué profunda tristeza la tuya! ¡Qué ciega estuve, Rafael, creyéndote un patrañero! Chulo -te llamé-, malicioso, cruel, y sólo estabas triste.
Has dirigido a mí esa mirada trágica desde la primera página del diario y me ha estremecido. No sé si será porque me recuerdas a un antiguo novio por lo que tu rostro se me hace tan familiar, o si realmente yo misma te atrapé entre mis sueños la primera vez que te vi.
Pero todos estos años has estado muy lejos, no he vuelto a acordarme de ti hasta que te vi el otro día en un programa de televisión, y tuve la osadía, la desfachatez, de apagar soberbiamente el aparato creyendo que volvías a mentirme con tus amenazas de suicidio.
Si hubiera estado contigo, si hubieses contado con mi apoyo, no me dolería tanto el nudo prieto de tu sábana, no me dolería tanto haber tomado el sol ayer a mediodía mientras el sol se nublaba para ti.
Poco importa ya si tú fuiste el asesino; lo importante es que estabas triste y yo no te creí, te hubiese escupido a la cara, como a un Cristo cualquiera que, qué coincidencia, también murió a los 33.
Qué fácil resulta juzgar. ¿Quién soy yo para darte este empujón brutal hacia el abismo y dejarte solo hasta el último momento?- Leganés.
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