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¿Defensa de la impunidad?

Antonio Elorza

El presunto uso de fondos del Estado para financiar la organización de grupos ilegales antiterroristas ha desatado sospechas contra las que se ha manifestado el propio presidente del Gobierno, cuyas declaraciones comenta el autor.

En un coloquio organizado hace año y medio por la Fundación Lelio Basso de Roma sobre nuestra transición democrática hice notar que en la España de Felipe González no sería posible sacar a la luz un Irangate. Es muy posible que tal afirmación causara extrañeza ya que hacia el exterior nada diferencia a nuestro régimen político de los de su entorno europeo occidental. La división de poderes característica del Estado de derecho parece asegurada en la Constitución y la presencia del Tribunal Constitucional y del Consejo del Poder Judicial refuerza la imagen de juridicidad del sistema.Sin embargo, las cosas no eran ni son tan sencillas. Para empezar, la aplicación de las normas propias de un Estado de derecho recaían en el caso español sobre un sector institucional marcado a fondo por el pasado franquista, en particular por lo que concierne al área específica de Interior. Por diversas razones, ni los gobiernos de UCD ni sus sucesores socialistas encontraron mejor fórmula que forzar al máximo la convivencia con ese aparato, dotándolo incluso de renovadas posibilidades, como la ley antiterrorista. Y a este temible legado vino a sumarse un rasgo propio del estilo de gobierno implantado desde octubre de 1982 por González: la primacía absoluta otorgada al Ejecutivo frente al entramado de limitaciones que tradicionalmente suelen oponérsele en los sistemas parlamentarios. De este modo, si el poder ejecutivo requería plena libertad frente a toda injerencia del propio partido de gobierno, si tampoco debía tolerar control alguno parlamentario, ¿por qué había de permitir, llegado el caso, que el poder judicial tratase de interferir en sus actuaciones? En mi ponencia de la fundación Lelio Basso, de febrero de 1987, tracé por eso la divisoria entre la tendencia observable en el sistema español y la situación jurídica de otras democracias occidentales. No es que en España fueran improbables las violaciones de la ley desde el Estado. Es que no existirían posibilidades para que los órganos parlamentarios o judiciales forzasen la barrera que les sería opuesta desde el Ejecutivo amenazado. Aquí ningún ministro socialista dimitiría por un asunto como el de Greenpeace.

Tal es el núcleo de la controversia surgida en torno a la investigación sobre los GAL, y lo que puede hacer de ella un punto de inflexión en el caminar de nuestra democracia. En su reciente conferencia de prensa, González advierte que "pese al esfuerzo de algunos, no va a haber ninguna demostración de implicaciones del aparato funcionarial o del Estado en actividades de los GAL". Semejante afirmación sería tranquilizadora si el presidente hubiese añadido que por parte del Gobierno van a proporcionarse toda clase de apoyos para que la investigación judicial llegue a su término. Pero lo que ofrece la explicación es todo lo contrario. Su seguridad aparente reposa sobre afirmaciones, fácilmente refutables unas -¿quién puede aceptar a estas alturas que lo que se sabe de los GAL procede de las indagaciones de la policía española?-, desconcertantes otras -hablar de "linchamiento moral" equivale a proponer un recorte de la libertad de expresión sobre el tema-, para desembocar en un sorprendente respaldo a los procesados. En buena lógica, y una vez adoptada esta perspectiva, González insiste en que no habrá información alguna sobre los fondos reservados. En todo caso, añade según las crónicas, el tema habría de tratarse en un plano "preferentemente político", en el Parlamento. Imaginamos que con un debate sin trabajo previo a cargo de una comisión investigadora, donde la mayoría gubernamental pudiera dejarse sentir con el apoyo de las fuerzas conservadoras llamadas a participar en la salvación de las instituciones amenazadas por unos cuantos irresponsables, a quienes se convertiría implícitamente en favorecedores del terrorismo ETA y de la desestabilización institucional. Conviene recordar que desde el asunto del Mystère cada vez que se pone el dedo en una llaga del PSOE, surge el espectro de la democracia en peligro. Los acusados pasarían así a asumir el papel de fiscales, sin que nadie pudiese abordar el tema de fóndo, en tanto que una ley de Defensa de la Democracia, o parecida, servirá para evitar riesgos similares en el futuro, sancionando la existencia de una esfera de acción reservada para el ejecutivo.

Punto débil

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Pero mientras no se alce la nueva barrera, el punto débil de la argumentación de Felipe González sigue residiendo en la fosa abierta entre los fondos reservados y la acción judicial. Es cierto que la admisión de la existencia de fondos reservados sitúa al Ejecutivo fuera de control en circunstancias normales. Pero ello no puede servir para justificar la impunidad, sustentada en el secreto oficial, cuando un juez encuentra indicios suficientes de comportamiento criminal con posibles implicaciones políticas. En una democracia, el principio de la impunidad del Ejecutivo resulta inadmisible; la democracia moderna ha surgido de lo contrario, de la exigencia del principio de responsabilidad. Otra cosa es que tal objetivo se alcance por estos o aquellos cauces. Lo que no cabe es que un Ejecutivo democrático se sitúe al margen de todo control cuando indicios de actuaciones criminales alcanzan a sus órganos.

La consecuencia es bien clara: mucho más allá de las responsabilidades individuales, de un funcionario o de un alto cargo político, es al ordenamiento democrático al que afecta la exigencia de desvanecer toda sospecha sobre la implicación del Estado en el caso GAL. Y el deber de un Gobierno democrático no es otro que favorecer al máximo el esclarecimiento de un problema que concierne también de modo directo al equilibrio y a la articulación necesarios entre los poderes del Estado.

Obrar en sentido contrario arrastra consecuencias tan graves como, de un lado, mantener la sombra de culpabilidad para el Gobierno, y de otro, mostrar que la concepción del poder de Felipe González impide la materialización de un Estado de derecho en España y crea las condiciones para perpetuar la herencia de la dictadura en los órdenes policial y judicial. Algo poco deseable, para la democracia y para el propio presidente del Gobierno.

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