Cultura de verano
CADA AÑO aumenta el número de universidades de verano y sus extensiones. La medida de un es fuerzo consiste en la relación entre lo que se invierte en él y el resultado obtenido: universidades y paralelos -cursos, seminarios, cursillos creados por ayuntamientos, comunidades, fundaciones e instituciones privadas- despliegan por todo el país una especie de sabiduría enciclopédica, por la amplitud de campos que abarcan, y hasta enciclopedista, por su tono liberal y abierto y sus discusiones de ágora, continuando una semilla plantada en la II República por la Junta de Ampliación de Estudios. Hay rumores de que catedráticos y conferenciantes se enriquecen. No son exactos. Lo que cobran no suele exceder de lo que ganan habitualmente por sus trabajos, sobre todo teniendo en cuenta el tiempo que dedican a sus desplazamientos, permanencias e intervenciones. Se puede temer el intento de compra del intelectual, o el abuso de algunos de éstos repitiendo viejas conferencias o la misma en varios lugares del verano. Pero, abusos aparte, esta extensión cultural, muchas veces con rango internacional, ofrece buenos resultados. Lateralmente sirve para estrechar contactos, para relaciones públicas, para que el escritor se vea confrontado cara a cara con su público.Lo que extraña es la distancia que hay entre estas actividades de las universidades españolas durante el verano y las oficiales del curso normal. Mientras crece el auge de lo excepcional en el verano, se mantiene la degradación universitaria de uso. Esto parece obedecer a la nueva postura española, o gubernamental, de favorecer al menos en la cultura y las artes todo aquello que es escaparate, noticia de periódico, reportaje de televisión o formas espectaculares y excepcionales con respecto a la continuidad del trabajo diario. Sea cual sea la virtud de los cursos de verano, su eficacia no es comparable a la del estudio día a día, a la de la selección de buenos catedráticos, buenas aulas, buenas posibilidades de prácticas, espacios suficientes y hasta actividades extraordinarias o de contacto con los conocimientos ya establecidos y en ejercicio, como se hace en las universidades de verano.
El curso pasado fue desastroso por causas sobradamente conocidas, aunque generalmente disfrazadas, desde las escuelas hasta las universidades; aun suponiendo que el impulso del nuevo ministro y su jovialidad y capacidad de convicción reconocidas logren reducir los conflictos, siempre quedará el gran desajuste presupuestario entre la enseñanza debida y la enseñanza real, notable en los niveles primarios.
Cuando la II República inició los cursos de extensión universitaria existían paralelamente unas formas de educación y formación populares que iban desde las ediciones baratas de libros básicos hasta las creaciones de partidos -los ateneos libertarios, las casas del pueblo, las milicias de la cultura, las escuelas nocturnas, los locales parroquiales- y de instituciones privadas -los centros de instrucción comercial, el culto al teatro de aficionados, la lucha contra el analfabetismo...-, que ahora no existen prácticamente. Por eso es necesario recordar que esta moda, esta feria de la cultura, no pasa de ser minoritaria, y su proyección pública es desmedida con relación a su alcance. La intención no debe estar en reducir o eliminar los cursos veraniegos, sino en que sean la cumbre de algo que debe empezar por las bases: los cursos ordinarios.
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