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El cisma de Lefebvre

Literalmente "hasta el último minuto" -según parece- habría suplicado el Papa personalmente al arzobispo Lefebvre que desistiese de sus consagraciones de obiispos y no arriesgase un cisma. ",Con profundo pesar" por la inminente división de la Iglesia, el Vaticano habría suspendido incluso un concierto que debería haberse celebrado con motivo del presente año mariano. Ahora el cisma es un hecho, Lefebvre se ha excomulgado a sí mismo. ¿Qué tenemos ante nosotros? ¿Una tragedia de la Iglesia católica?No, más bien el, fracaso de una estrategia de aggiornamento papal y curial que también era cada vez más alarmante para muchos obispos. Al principio del movimiento lefebvrista, el Vaticano -todavía bajo Pablo VI- cometió un error decisivo: prohibir en 1969 la misa latina que durante 450 años había sido la única forma de oficio divino válida y ortodoxa de la Iglesia católica. En vez de practicar un poco más de tolerancia se trató a los tradicionalistas con excesivo legalismo, como suele suceder en una burocracia eclesiástica y curial que sitúa en primer lugar el derecho canónico y la norma jurídica. Lefebvre, ese obcecado de la Edad Media, que admira el pasado régimen de France, y el actual de Pinochet, no habría encontrado nunca tanto eco si Roma le hubiese tratado desde el principio de una manera más comprensiva y menos legalista. Así se convirtió en la figura simbólica de un tradicionalismo que sólo espera de la Iglesia la salvaguarda de un conservadurismo recalcitrante que con frases de magógicas aviva los sentimientos que en el seno del catolicimo se oponen al progreso y , ecumenismo. En una palabr, Lefebvre se convirtió en un Le Pen del catolicismo.

Hay que tener en cuenta que con el paso de los años Lefebvre había rebasado ampliamente sus pretensiones originales. Había cuestionado al Vaticano II y al espíritu nacido allí del ecumenismo, reforma, libertad de conciencia y comprensión del judaísmo y de las religiones del mundo. La propia autoridad del Papa estaba con ello en juego, y Pablo VI suspendió entonces a este arzobispo de todos sus cargos. Pero Lefebvre siguió impertérrito con su dura crítica del Concilio Vaticano II. Tampoco el nuevo Papa conservador de Polonia logró Regar a un acuerdo con Lefebvre, aunque lo intentó por todos los medios. Precisamente el Papa, que en muchos aspectos es afin a Lefebvre, tiene que verse ahora desbordado por la derecha por un conservador. Un profundo pesar para el actual Pontífice, sin duda. Mientras no dudaba en censurar, disciplinar y acosar a teólogos críticos, como Leonardo Boff, Edward Schillebeeckx y Charles Curran, acogía con los brazos abiertos al arzobispo Lefebvre y a su pequeño grupo de tradicionalistas. Mientras trataba de marginar a teólogos que expresan los deseos de millones de católicos en cuestiones de teología de liberación, nueva interpretación de la fe y nueva moral sexual, hacía a los verdaderos católicos marginales, los tradicionalistas, una concesión tras otra. No le sirvió de nada. El resultado es la bancarrota total de su política, una comedia más que una tragedia.

¿Qué aprenderá el Vaticano de esta derrota? ¿Cómo seguirán las cosas después de Lefebvre? Sería de desear que la curia y el Papa volviesen a comprender que la unidad de la Iglesia no está amenazada por los teólogos de la reforma, sino por un tradicionalismo ciego. Que los teólogos amonestados han sido durante todos estos años leales a la Iglesia y, en definitiva, también al Papa, sin desear nunca un cisma. Que la vanguardia ha contribuido más a la credibilidad de la Iglesia católica en el mundo moderno que la fanática reacción, la retaguardia que está enamorada del pasado medieval.

¿Será el Vaticano -después de haberse librado de Lefebvre y los suyos- capaz de una actitud constructiva con la reforma? Ahora ya no tiene que tener consideración con los tradicionalistas, que en el pasado sirvieron a menudo de excusa para impedir reformas. El Vaticano II podría desarrollarse ahora por fin de manera constructiva y con visión de futuro. Y precisamente eso es lo que necesita la actual dirección de la Iglesia: no una mirada hacia el pasado, sino una visión para el tercer milenio. No la evocación de un mundo católico intacto, medieval, antirreformista, sino respuestas y soluciones para una Iglesia universal que se dispone a entrar en el año 2000: en el caso Lefebvre el Vaticano no debería sumirse en la autocompasión, sino reconocer errores y extraer consecuencias para el futuro.

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