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Tres días de peregrinación musical

El Festival del Mar del Norte reunió a los grandes del 'Jazz'

El Festival de Jazz del Mar del Norte puede ser descrito como una peregrinación de sala en sala. Y es trabajo peliagudo, porque en esto de las salas no hay término medio. Hay algunas muy buenas, como la Van Gogh, cuyo aire acondicionado soporta incluso los calores de la música de George Adams y Don Pullen. Pero también hay salas lamentables, o que ni si quiera son salas, sino agujeros en donde el que quiere sentarse o se lleva la silla o se sienta en el suelo. De algunas, como las Variantzaal, se puede prescin dir y, además, sin mucho re mordimiento, porque lo normal es que sea imposible entrar. Pero en otras, como las dos Carrouselzaal, no hay más remedio que meterse como sea, por que en ellas actúa gente importante.El domingo, por ejemplo, en la Carrouselzaal I actuaron, intercalados entre otros artistas de similar renombre, Horace Silver y Art Blakey. Dos con ciertos que no podía uno per derse, porque los patriarcas del bop duro nunca fallan. Blakey presentó su nueva formación de Jazz Messengers, un sexteto magnífico con un saxofonista muy prometedor que se llama Jevon Jackson. Horace Silver estuvo aun mejor, sobre todo por el repertorio, que fue el que todo esperábamos oír de él: Ni ca's dream, Cape Verdean blues y una extensa versión de Song for myJather en la que no hizo un solo, sino dos, y en la que además de él se lucieron el saxo Ralph Boweri y el contrabajo Phil Bowler. El concierto de Silver tuvo algo de magnético; te retenía allí y no te dejaba marchar, a pesar de la sala y de que enfrente estaba el nuevo cuarteto de Charlie Haden, con Ernie Watts, Alan Broadbent y Paul Motian. Menos mal que Haden empezó tarde y hubo tiempo de oírle una hermosa balada.

Hay dos salas grandes: la Statenhal, una especie de han gar, donde actuaron Miles Davis, James Brown y todas las grandes estrellas, y otra que todos llaman PWA, porque nadie es capaz de decir Prince Willem Alexanderzaal sin atragantarse. En esta segunda, en la que la gente por lo menos está sentada, actuó el último día Oscar Peterson. Hubiera pegado más que Peterson tocara en otra sala, la Sweelinck, por una cuestión de justicia poética o histórica, como prefieran. Sweelinck, un virtuoso del teclado que influenció incluso a Bach, se llamaba Pieterszoon, que significa en flamenco lo que Peterson en inglés -y lo que Pérez en castellano, si a eso vamos-; a lo mejor, hasta resulta que Sweelinck es un antepasado remoto de Peterson, y de ahí ha heredado el maestro sus habilidades. Pero la sala Sweelirick es mucho más pequeña que la PWA, y en estos festivales los números importan más que la justicia poética o histórica. Aparte de nombres y genealogías, Peterson tocó con el acostumbrado virtuosismo y una desacostumbrada expresividad en los temas lentos. Está cada día más gordo, con lo que cada día es más fácil decir que todos los demás pianistas se quedan pequeños a su lado.

Otro músico importante que pasó por la PWA fue Gerry Mulligan. Éste es el año de las orquestas, y Mulligan no se privó de traer la suya, con la que interpretó buenos arreglos ybonitas composiciones, entre ellas la emocionante Song for Strayhorn. El peligro de que Mulligan venga con orquesta es que se dedique a dirigir y toque menos. Algo de eso pasó, pero de todas formas tuvo tiempo suficiente de tocar el soprano y el barítono, e incluso de cantar. Y que nadie se escandalice porque Mulligan cante: después de todo, su nombre aparece en las historias del jazz ligado indisolublemente al de Chet Baker, que también cantaba y a todos nos parecía muy bien.

La locura del último día

El opuesto a Oscar Peterson en tamaño, Michel Petrucciani, tuvo una actuación soberbia, gracias en buena parte al acompañamiento de Gary Peacock al contrabajo y Roy Haynes a la batería; los tres estuvieron tan alegres y tan imaginativos que hasta fueron capaces de convertir My funny Valentine en un calipso. También acompañó la sala, pues era la mencionada Van Gogli, que tuvo que vaciarse a mitad de la actuación para que entraran todos los que esperaban fuera; pero ya dijimos anteriormente que aquí la concurrencia es muy disciplinada.Me quedan por mencionar muchos otros músicos, pero lo siento: a Paul Acket, organizador del festival, puede que le quepan en un Palacio de Congresos, pero a mí no me caben en un artículo. El último día fue ya la locura: además de jazz hubo rythm and blues con Ray Charles,fusion con Lee Ritenour y Jean-Luc Ponty, música de África con King Sunny Adé y de Brasil con DJavan, Beth Carvalho y Joáo Bosco. Y todo así. En general, en La Haya el aficionado puede disfrutar como en ningún otro sitio. Sólo tiene que disculpar las deficiencias de algunas salas y -esto también es fundamental-, concentrarse en lo que oye y olvidarse de todo lo que se está perdiendo. Aunque a veces esta sensación tampoco es mala, porque no deja de ser un placer perderse a gente como Zawinul.

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