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El Estado de desecho

En diciembre de 1894, un consejo de guerra condena al capitán de artillería, de religión judía, Alfred Dreyfus a cadena perpetua por espionaje a favor de Alemania, y lo envía al penal militar de la Isla del Diablo, frente a la costa de Guayana. Tres años más tarde llegan a la opinión pública indicios de que probablemente se había cometído un grave error judicial que el Ejército trata por todos los medios de ocultar, prefiriendo incluso, en un segundo proceso, absolver al verdadero traidor que reconocer que manipularon las pruebas para conseguir la pronta condena de Dreyfus. Era al fin y al cabo una cuestión de prestigio, pero el prestigio de una institución es uno de los fundaínentos de su eficacia.En diciembre de 1897, algunos intelectuales -por vez primera aparece este término en su nueva significación- inician una campaña a favor de la ínocencia, de Dreyfus, lo que, de hecho, implicaba poner en tela de juicio la honorabilidad del Ejército, que entonces, y todavía hoy, los más conservadores consideran la columna vertebral del Estado. La campaña culmina en el famoso Yo acuso, de Émile Zola, publicado el 13 de enero de 1898 en L'Aurore, el periódico de Clemenceau, que divide a Francia en dos bandos irreconciliables.

En un artículo publicado pocos días antes, Ernest Renauld, escribía: "Si Dreyfus fuese inocente, sería terrible; pero seguro que es culpable, pues éste es el convencimiento del ministro de la Guerra y el que tuvo su predecesor. E incluso, aunque fuese inocente, ¿es ello razón suficiente para permitir que se minen los últimos fundamentos del orden social?". Dejando a un lado el antisemitismo y nacionalismo soeces que desempeñaron el papel principal en la agitación de las masas, los antidreyfusistas centraron su argumentación en dos principios: el de autoridad -es imposible que el Gobierno mienta o se equivoque; si el ministro de la Guerra está convencido de la culpabilidad de Dreyfus, Dreyfus es culpable- y el principio de la superioridad de la razón de Estado sobre la razón de los individuos, al estar el bien social por encima del individual. La razón de Estado estaría más allá de la moral y del derecho, y para conseguir sus fines sacrosantos todos los medios serían lícitos.

Émile Zola encarnó al intelectual de manera ejemplar, tanto por el valor que mostró al escribir lo que pensaba, por intolerable que pudiera parecer a las cohortes de burócratas y bieripensantes, como por los principios que defendió, con los que seguimos identificados. A veces cumplir con el oficio exige arriesgar mucho. No cabe descartar que Zola, adem. ás de su destierro londinense para evitar la cárcel, pagase con su vida -nunca quedó claro el accidente de que murió, en 1902- el coraje cívico de acusar a los que, protegidos tras el poder del Estado y en nombre de sus altos fines, condenaron a un inocente a cadena perpetua. Zola luchó, no sólo ni principalmente por la llibertad de una víctima de la justicia militar, que, en cuanto persona, no podía despertar su entusiasmo, como luego comprobó al conocerlo fugazmente, sino por un principio fundamental de la convivencia humana, que el fin no justifica los medios. No hayrazón de Estado que justífique medidas criminales para alcanzar sus objetivos. Que la acción del Estado está sometida a las normas de la moral y del derecho es principio constitutivo del Estado de derecho. Más aún, tuvo la conciencia lúcida de que la democrcía sólo puede edificarse sobre el Estado de derecho; en consecuencia, puso en la picota tanto al estatismo autoritario, y en el fondo totalitario, que coloca al Estado sobre el derecho, como al falso democratismo que cree poder avanzar hacia la realización de la democracia empleando cualquier medio.

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Primero la judicatura francesa y ahora la española creen tener indicios suficientes para sospechar que el Ministerio del Interior haya podido financiar a una banda criminal, con más de 20 asesinatos a su cargo. No se trata va, como en el escándalo que mantuvo a Francia en vilo durante 12 años de que se haya intentado tapar un error judicial para mantener el prestigio de una institución, sino que la sombra de la duda señala algo muchísimo más grave, que en el Estado liberal del XIX hubiera resultado inconcebible: a saber, que el Estado decide atacar la criminalidad recurriendo a sus métodos. Al terrorismo de una banda armada habría respondido con su propio terrorismo de Estado. No cabe mayor triunfo de los terroristas que convertir en sus iguales a los representantes de un Estado de derecho.

Ante los primeros rumores creí en una vil calumnia de los enemigos del Estado democrático, interesados en emplear todos los resortes de la guerra psicológica. Pero según han ido adquiriendo consistencia los indicios, mi sorpresa más dolorosa ha sido percibir la inmensa capacidad de encaje de que da prueba la opinión más califleada. Cuando doy rienda suelta a mis angustias, me preguntan asombrados: "Pero ¿es que tú no sabías quiénes estaban detrás de los GAL?". Después de los campos de exterminio nazis, de los campos de trabajo estalinistas, de la represión franquista después de la guerra, parece perfectamente aceptado que el Estado sea el mayor artefacto de terror. El 16 de abril, un comando terrorista del Estado de Israel asesina en Túnez al dirigente palestino Abu Yihad. Poco después, el civilizado Estado británico, ejecuta sin juicio previo a tres supuestos terroristas en Gibraltar. El que cada Estado, civilizado o subdesarrollado, tenga permiso especial para matar, como si de James Bond se tratara, parece un hecho asumido por todo el mundo. Lo único que indigna es que sean malos profesionales y dejen huellas que luego puedan seguir los tribunales.

Cuanto mayor es la evidencia de que los Estados siguen considerando que existen fines que Justifican cualquier medio, más urgente y necesario es que prosigamos la lucha por el Estado de derecho, es decir, aquel que realmente obliga a los aparatos estatales a respetar las normas establecidas. única garantía de nuestras líbertades. Se trata de una cuestión de principio, que no admite excepciones ni componendas. Si el Estado puede actuar al margen de la moral y de la ley, sin que podamos controlarlo, su existencia es pura tiranía y está justicado que arremetaMOS contra él. El terrorismo se convierte entonces en legítima defensa. El verdadero Estado de desecho es aquel que cree poder justificar el crimen como un medio de alcanzar sus objetivos. La columna vertebral del Estado no es la fuerza que representan sus ejércitos y cuerpos policíales, sino el derecho, en cuanto la violencia y la coacción, monopolio del Estado, sólo se legitiman si se emplean conforme a derecho.

Abrigo la esperanza de que la inmensa mayoría de los españoles comparten esta misma defensa apasionada del Estado de derecho -lo hemos echado tanto de menos durante décadas- y estoy seguro de que éstos son los principios que guían la acción del Gobierno, por eso se me escapan los motivos que pueda tener para dar la tristísima impresión de que está interesado en impedir la acción de la justicia. Necesitamos a la mayor brevedad unas palabras esclarecedoras del presidente, interesado, como cualquier ciudadano español, en que se despejen lo antes posible las dudas y que, si los hubiere, sean castigados los culpables. Mientras dura el silencio oficial y no se percibe más que miedo a tirar de la manta, el aire se enrarece, convirtiéndose ya en irrespirable, al propagarse las más graves sospechas; como en los peores tiempos de la dictadura, no son pocos los que prefieren callar. El silencio es la ley férrea de las mafias; la de los hombres libres es buscar la verdad, por alto que sea el precio que hemos de pagar por ella.

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