La droga más dura
¿Qué pasa con ella, cada día tan atenta en su consulta, tan sonriente, comprensiva, eficiente y tranquilizadora, tan firme y segura de sí misma?Desde hace algún tiempo, parece no escuchar a sus pacientes. Su mirada no se fija. No parece tener ninguna curiosidad por averiguar lo que hay detrás de la queja concreta. No estimula confidencias. Parece como ida.
Pasa que se ha quedado sin pareja. Después de seis años de relación con el eterno estudiante de arquitectura, él se lo ha pensado y no aguanta más la atadura de una relación. Quiere vivir otras cosas que no ha vivido. Y por eso se va. Hubo que desmantelar la casa. Repartir los electrodomésticos. Decidir la patria potestad sobre el perro. Organizar la mudanza.
¿Qué pasa con ella, cada día tan presente, ahora tan ausente? No duerme, ha perdido peso, cuando duerme tiene pesadillas, cuando se despierta preferiría haberse muerto. No es que se niegue, es que no puede acercarse a nadie. No puede hablar con nadie. No puede ni quiere contar nada, tanto es su dolor. Su sensación de mutilación. Nadie, en estos momentos, sabe cómo llegar a ella.
¿Qué haremos con ella?
Objetivamente, ella, cada día tan atenta en su consulta, padece un síndrome de abstinencia (un mono, en lenguaje normal). Se ha quedado de golpe sin la droga que, más o menos adulterada, la acompañara por la vida unos cuantos años. Unas caladas al despertar, en forma de suaves besos, a una mole imperturbable; una esnifadita a la vuelta del trabajo, reanimada con sólo verlo, que le da marcha para preparar la cena con entusiasmo; de cuando en cuando, un chute nocturno de sexo con menos orgasmos de los que quisiera, pero ¿quién tiene todos los que quiere? El flamante arquitecto, ¡pobre!, seguro que está en todo su derecho de querer vivir su vida.
Pero, a ella, ¿dónde la mandamos a rehabilitarse? ¿Tiene canales la sociedad por los que derivar a esta mujer a la deriva pero enferma real al fin? Porque la puñalada que le sangra por dentro duele todo el día; porque la falta de la droga es muy concreta, sobre todo por la noche, cuando la cama cobra ante sus ojos unas dimensiones enloquecedoramente vacías, donde ella realmente se pierde; porque su incapacidad de respuesta a cualquier estímulo es un testimonio innegable de que la vida casi la ha abandonado.
¿Existe cura? Una pensaba que las feministas se iban a ocupar de cosas importantes, como evitar que las mujeres caigan en esos grados de drogadicción tan peligrosa para su supervivencia como especie. Porque, si se desea participar del poder, llegar a la hora al Senado sin la cara hecha unos zorros, atender a conciencia a un paciente, dar lo mejor de sí en el consejo de administración, planear una gira de conferencias o conciertos, ganar unas oposiciones o un partido de tenis, urge la creación de un fondo especial para el desarrollo de un tratamiento preventivo que pudiera ser utilizado -aunque más no sea- en momentos de la vida de suma trascendencia, cuando es necesario tener control absoluto de las propias posibilidades personales, sobre todo cuando se pretendiera o fuera imprescindible relacionarse con el exterior.
Porque, machacadas, las mujeres resultan horrorosas. Son como zombies, pierden el gusto por lo que les gustaba, pierden el sentido del humor, la lucidez, ni siquiera se acuerdan de quiénes han sido o quiénes querían ser. Sólo piensan en la droga.
Si bien unas adelgazan y se benefician francamente de ello y en cuanto se les pasa el mono se encuentran con que han matado dos pájaros de un tiro y siempre tendrán un recuerdo cariñoso por aquel período en que dominaron sus apetitos (la carne y la carne: a la vez, para quedar esbeltas y triunfales frente a la nueva realidad), también están las que se pasan de rosca, se vuelven anoréxicas perdidas, llevan de cráneo a toda su familia, siguen sufriendo y sufriendo el mono sin que se les pase ni un poquito, y un día van y se mueren haciendo estallar su ligero manojo de huesos contra todos los que por obligación o devoción las han cuidado hasta el final. Seguramente, de quien no pueden vengarse con esta muerte es del objeto de su autodestrucción. El que en esas circunstancias estuviere, tendría toda la razón al pasar olímpicamente de cualquier indirecta, remitiendo a los curiosos a los períodos anteriores a su relación con la desaparecida, cuando ella vomitaba si veía cucarachas, tenía diarreas estivales todos los estíos y lo mucho que le iban las anfetas en el cole y fuera del cole.
A otras, en cambio, les da por engordar. A veces, a fuerza de somníferos y tranquilizantes y antidepresivos. A veces, por puro terremoto hormonal. También podría ser por falta de actividad sexual. Según la edad, dejar de mover el esqueleto -al margen del apoyo emocional y romántico del encuentro sexual, especialmente si la frecuencia ha sido elevada- puede dar lugar a relajamiento de tejidos, hastiamiento de células, pronunciamiento de ojeras, falta de tonicidad muscular. Una buena gimnasia ayuda en estos casos, pero el problema es encontrar el tiempo y las ganas de agitar el cuerpo... de esa manera. Algunas se atreven con los masajes, aunque pocas se atreven a pagar por el masaje que sueñan. Esperan que llegue el príncipe azul con los dedos de seda y los brazos de roble, y como lo identifican con la droga que acaba de irse de casa, se dejan reblandecer los músculos y el cerebro al mismo tiempo. Gordas, sus posibilidades de ligar son más remotas. Los bombones reemplazan a las caricias, un buen menú de siete platos, copa y café puede ser su salida más romántica del mes, consumen revistas, prueban todas las dietas, pagan todos los tratamientos y finalmente cambian de personalidad. Ya no volverán a disfrutar de su antigua personalidad estilizada. Pero en estos casos siempre quedan los sobrinos y una sonrisa beatífica y permanente para lo que guste mandar.
Delgadas y gordas, últimamente coinciden en la búsqueda de una terapia apropiada o de una adivina inspirada.
Como todas las drogas, el mono puede ser superado en un período razonable de tiempo por algunas mujeres. El índice de recaídas, sin embargo, es muy elevado. Según parece, un componente masoquista obliga a estas mujeres a pasar por la misma experiencia una y otra vez, aun a sabiendas de los graves peligros que para la trayectoria de su vida comporta esta adicción.
Todos los esfuerzos realizados por las mujeres a través de la historia por compaginar una trayectoria pública con una privada han chocado contra el mismo muro. A finales de la década de los ochenta, o se enfrenta esta primera y última debilidad, o la credibilidad de las mujeres como guías de su propio destino deberá ser puesta contra el paredón. Ya está bien de pérdida constante de identidad y energía, de fuerza y lucidez a través del mundo emocional. No se trata de ser frías y duras. Se trata de ser un poco más coherentes. Las mujeres que aman demasiado deberían ser una especie a extinguir. A extinguir, desde luego, el demasiado.
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