El inventor de la greguería
Si no en un olvidado -y algo sí-, Ramón Gómez de la Serna va convirtiéndose poco a poco en un raro, en alguien que desciende inexorablemente al extraño purgatorio de lo marginal; él, que fue autor prolífico -extraordinariamente excesivo, creo yo- y de éxito que se supo eje de la creación de su momento. Camino el suyo probablemente inexorable hacia -quizá mejor que un purgatorio, o peor también, porque de ahí es más dificil volver- un limbo en el que comparte la consideración tibia por igual de Dios y de los hombres con algún que otro compañero de fatigas.Individualidad
Y es que a Gómez de la Serna -yo nunca le conocí, y no puedo por eso llamarle Ramón sin más- le otorgó la gloria su presente -y sin tratarle tampoco a maravilla-, pero le traicionó la historia, agazapada a la vuelta de la esquina, sabedora de quiénes iban -unos sin pensarlo, otros tras meditadísima estrategiapreparándose su propia posteridad. El inconveniente de Gómez de la Serna a tales efectos fue seguramente su individualidad, o, dicho de otro modo, su carencia de entronque generacional. El autor de El doctor inverosímil acuña el ramonismo como cifra y definición de su actuación vital y literaria, y hasta titula así, Ramonismo, uno de sus libros (en 1923). El primero, Entrando en fuego, es de 1904, y su autor seguirá escribiendo casi 60 años más, hasta su muerte a los 75. A lo largo del tiempo, Gómez de la Serna fue consolidándose como eso que Melchor Fernández Almagro llamó su "generación unipersonal", y que en cierta manera ha ayudado tanto a apearle de la historia. Sin arropamiento grupal, hecho por y para sí mismo, viviendo en una inmediatez creadora azuzada por la necesidad de escribir y vivir, consciente de su propio espectáculo, nuestro autor se sacrificó tal vez en el altar del presente -y a la diosa de la fecundidad- con excesiva devoción.
Sin embargo, ese sacrificio bien puede verse ahora como una suerte de anunciada posibilidad de patética contemplación futura. Aquellos fastos trajeron las tristuras de la Automoribundia, a cuya luz la obra del creador se ve de otra manera, más centrada en su contingencia y, sin embargo, no menos genial en las ráfagas, en los chispazos deslumbradores que finalmente destella. Así, por ejemplo, la lectura de Pombo desde nuestra consideración de un Gómez de la Serna humanizado por su peculiar fracaso resulta un ejercicio en el. que la compasión no oculta lo de verdad admirable. El personaje no nos crispa, y su estima de sí, vista desde hoy, no nos irritará casi nunca. Es ciertamente duro, pero la lección del tiempo creo que lo engrandece.
¿Ocurre algo parecido con las greguerías? Pues seguramente. Pero vayamos por partes. Las greguerías se han convertido, por suerte o por desgracia, en la quintaesencia del ramonismo escrito, y son para muchos lectores el único hilo entre su autor y ellos. Son recordadas por quienes las leían en la Prensa no hace todavía tantos años, y sobre todo remiten ineludiblemente a su creador. No se trata solamente, desde luego, de que el mejor Gómez de la Serna pueda estar en ellas -seguramente en alguna sí que está el peor-, sino que el autor da ahí su propio exudado, la muestra de su proceder, el catálogo de sus fetiches y el manual privado y público de su estilo literario y vital. Comenzó con ellas en 1910 -aunque empezaron a publicarse un año después-, "aquel día de escepticismo y cansancio en que cogí todos los ingredientes de mi laboratorio, frasco por frasco, y los mezclé, surgiendo de su precipitado, depuración y disolución radical la greguería". "Desde entonces", sigue diciendo su autor en el prólogo al tomo que en 1955 recogía todas las escritas hasta la fecha, "la greguería es para mí la flor de todo lo que queda, lo que vive, lo que resiste más al desconocimiento".
La coartada perfecta de la greguería aparece, pues, en el mismo momento en que su inventor hace de ella "una fórmula espiritual", la incluye en el catálogo de lo inefable, la distingue genéricamente y la patenta como un nuevo modo de expresión radical. De la algarabía desordenada que la palabra significó siempre, Gómez de la Serna la convierte -y el Diccionario de la Real Academia Española lo asume- en una visión a la vez fugitiva y exacta de la realidad. El autor buscaba, nos dice, una palabra ni reflexiva ni demasiado usada, y da -primer rasgo genial del artefacto- con un nombre perfecto en su eufonía, que poco tiene que ver con lo que designa y que se convierte en un admirable vocablo capaz de significar cosas bien diversas. Ahí la broma, qué duda cabe, acertó de pleno.
Tal expresión, y visto su nacimiento, sólo podía brotar -el propio, Gómez de la Serna lo afirma en el citado prólogo- de "un estado de gracia profano y difícil". No son las greguerías máximas o aforismos, y, por consiguiente, no basta con el deseo de la lección moral. No pueden, como recuerda graciosamente su autor, "figurar en el reverso de una hoja de almanaque". No son enfáticas, pero tampoco pueden ser fuego de artificio formal que las despojara, de propósito y desde el principio, de su capacidad para mostrar la cara oculta de las cosas, el espacio que queda entre lo que se ve y lo que no se ve. Y, claro, conseguir tal equidistancia, hilar tan fino, escoger la pieza, estudiarla, buscarle las vueltas y salir por donde menos se piensa para que parezca lo que no es y sea lo que no parece es cuestión de improbable éxito continuado.
El peligro del exceso
Ramón Gómez de la Serna no ignoraba tal peligro, pero su propio invento se le fue un poco de Ias manos. "Lo que menos se puede hacer con estos pensamientos cortos que se llaman greguerías", dice, "es proliferar las con exceso". Y ahí están, sin ir más lejos -o no están, mejor dicho, pues el volumen que las reunía en su totalidad es hoy inencontrable- las 1.500 páginas de greguerías -acompañadas algunas de dibujos de una ingenuidad un punto triste, que dejó escritas hasta 1955. Herederas, según su autor, de Lucano y Horacio, de Quevedo y Shakespeare, de Pascal y Heine, de Góngora y Víctor Hugo, no tolera, sin embargo, que se diga lo mismo de Jules Renard ni que se piense en la influencia de Max Jacob: "Él, un mejillón cerrado; yo, un hipocampo desbocado".
En resumen, hay buenas greguerías, malas greguerías, y regulares greguerías. Unas que se explican solas, otras es mejor que no se entiendan a la primera y algunas no debieran explicarse nunca. El caso es que ahí quedan -mil veces mal imitadas- como ejemplo irrepetible de un genio también irrepetible. Un genio -creo que hay que reconocerlo- también en esas limitaciones que encierran la grandeza, vuelvo a decir, un poco patética, de quien quiso serlo todo en su aquí y en su ahora.
Babelia
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