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Católicos de la década

La Iglesia es noticia, o, mejor aún, es noticia la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, el Papa. Pero si se observa el aspecto en que es noticia se advierte que sucede sobre todo en temas de carácter político. La carta encíclica de Juan Pablo II sobre el problema del orden económico internacional es verdaderamente un documento de gran interés, sobre todo porque la Iglesia renuncia en ella a definir un lenguaje social propio y acepta hablar el lenguaje común. Prescindiendo de la alusión religiosa final, el texto papal podría estar firmado por un secretario de las Naciones Unidas o por un presidente del consejo sueco: es un documento universalista con el lenguaje de un europeo que mira la realidad mundial a partir del Tercer Mundo. La encíclica es significativa precisamente porque no es intrínsecamente un documento religioso. Es un documento político cuya única huella de pensamiento específicamente católico la constituye el silencio que se produce con la explosión demográfica del Tercer Mundo.Pero si consideramos ulteriormente el catolicismo de los años ochenta observaremos que sobre todo es un catolicismo de obras. La santa de nuestro tiempo es la madre Teresa de Calcuta, que ha dedicado su vida a su obra de asistencia a los desheredados. También el siglo pasado se. ha caracterizado porque los llamados santos sociales se pueden contar por docenas. Pero la característica del siglo XX es que la acción social se torna completamente eclesial: es la justificación misma de la existencia de la Iglesia, la prueba de la existencia de Dios. Parece que la Iglesia dirige su caridad a los desheredados como signo de la realidad y de la presencia de Dios en este mundo.

Pero una actitud similar me recuerda la vigilancia del sepulcro vacío, mientras resuenan las palabras del ángel: "¡Ha resucitado, ya no está aquí!".

No quiero decir con esto que el Espíritu Santo haya abandonado actualmente la Iglesia y que more preferentemente en los corazones que están alejados de ella. Sin embargo, sorprende el hecho de que en el mundo occidental hay una demanda religiosa inmensa que no se reconoce en el lenguaje eclesiástico y que busca las vías más variadas: desde la astrología a la magia, pasando por las tradiciones orientales, el yoga y el zen, hasta las sectas y las apariciones. Se ha llegado al caso singular de las apariciones de la Madonna de Medjugorie en Bosnia, de la que cada día nos llega, un nuevo mensaje mariano. Es como si la aparición supliera a su modo la crisis del lenguaje eclesiástico.

En suma, se da la paradoja de un mundo que busca un lenguaje religioso y de iglesias que buscan su propio lenguaje político. Un tema fundamental como el tema de la muerte, de la inmortalidad o de la resurrección ya no es tratado por la literatura teológica; sin embargo, abundan libros de relatos sobre resucitados o sobre experiencias del más allá y cosas por el estilo. Y sucede lo mismo con el tema de la guía divina sobre la vida humana, que también es la base de la plegaria... La astrología ha sustituido la confianza en la Providencia: los hombres prefieren a un dios a quien se pueda pedir la certeza de los astros y de sus mensajes. El caso de Nancy Reagan no es tan escandaloso, ya que, desde luego, no es la única persona en Occidente que trata de escrutar el mensaje astral para construir su conducta en la vida.

Lo que se ha ido perdiendo en esta crisis es precisamente la teología cristiana y la cultura que va unida a ella. Los únicos argumentos en los que el empeño eclesiástico se dispara (también aquí con lenguaje secularizado) son los temas del sexo, del nacimiento y de la muerte: momentos de soledad individual, momentos dramáticos. Pero, en tales casos, la Iglesia no habla en nombre de la cruz o de la resurrección, sino en nombre de las leyes naturales.

Es importante considerar estos hechos sin añoranza por el pasado y tratando de delinear el sentido que ellos traen consigo. ¿Será todavía el cristianismo la religión de Occidente? ¿Es posible pensar en un Occidente sin el cristianismo? Pero entonces el cristianismo también está reconocido como un mensaje, un pensamiento o una visión del mundo: no puede convertirse en una coartada moral que busca en las obras hermosas un significado que ya no le pertenece.

Si el cristianismo debe sobrevivir (y es esto, por tanto, lo que actualmente está en discusión) sólo puede suceder si permanece como una cultura, o más bien si se reconvierte en una cultura, y no se reduce a una praxis, aunque sea espléndida, como la de la madre Teresa.

Una, cultura cristiana significa un lenguaje en el que las palabras cristianas cobren sentido para todos los hombres: claro que cultura significa un rostro propio, pero siempre que esté abierto a todos los hombres y dirigido a todas las direcciones. No existe un cristianismo sin teología y sin mística. Un cristianismo privado de sus dimensiones innovadoras, sean intelectuales; o espirituales, no se salvará, aunque se construyan decenas de leproserías. En este sentido, la enseñanza de Pablo vuelve a ser actual. Un cristianismo que no sepa renovar su lenguaje sobre lo divino y lo humano, introduciéndose en los problemas de su tiempo, pero juzgándolos desde un ángulo que presuponga lo eterno y lo inmortal, dimite de su influencia histórica.

Traducción: Daniel Sarasola.

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