Nobleza obliga
Un solo caso de corrupción policial, una sola amenaza o maltrato de palabra u obra a un ciudadano en un local policial, pone en cuestión todo el sistema constitucional. Porque la policía debe estar al servicio de los valores democráticos y sujeta a la responsabilidad jurídica, política y social que nos es a todos exigible.
Los confiados ciudadanos celosos de paz y orden, en situaciones de peligro, solían normalmente llamar a la policía. A la luz de los datos últimamente desvelados, no parece conveniente semejante ocurrencia. Es correr demasiado riesgo, por lo que se ha visto, se ve y se verá, pues no se aprecian síntomas de corrección.Lo primero que puede ocurrir es que los requeridos se equivoquen de domicilio y, con la costumbre, últimamente adquirida, de no advertir y de no llamar al timbre, de no preguntar, entren a bombazos allí o en cualquier sitio. Añádase a ello la no despreciable posibilidad de tener que acompañarles luego a comisaría y desaparecer; eso sí, dejando firmadas unas cuantas declaraciones, en las que se reconozca la responsabilidad en la muerte de Manolete.
No es desdeñable tampoco el riesgo de la desaparición de la casa asaltada de toda clase de objetos de valor, que se perderán en ese largo camino que va desde el lugar de los hechos a la comisaría y desde la comisaría al juzgado.
Con un poco de suerte, tras estas presumibles odiseas, el ciudadano despreciado, vapuleado, maltratado, expoliado, si se resiste al abuso, podrá ser acusado de desacato, desprecio a la autoridad, insulto a cuerpos del Estado, calumniador del orden público, subversivo, disolvente, compañero de viaje del vendaval antidemocrático, nostálgico del franquismo y agente secreto de cualquier potencia mediterránea. La policía no es tonta, y el criminal siempre paga.
Para evitar malentendidos y desgraciadas generalizaciones, es evidente que hay policías y policías, pero también es más que evidente que son ya demasiados casos los que están saliendo a la luz por hacer desaparecer detenidos, joyas, atracadores, importantes alijos de drogas, comportándose algunos de los perseguidores del crimen como auténticos delincuentes. Hay una importante minoría, minoría muy cualificada, al parecer minoría muy bien protegida, que goza de cierta impunidad cuando monta sus hábiles operaciones, bien sean de asalto a joyerías, bares de refugiados vascos o viviendas familiares de barriada, aprehensión de drogas, o cuando se dedican al espionaje de los partidos políticos y a la vigilancia y observación de los discrepantes del sistema. En agradecimiento a esta clase de servicios recibe condecoraciones, meritorias citaciones, y son muchos de los implicados los hábiles detectives a quienes se encomiendan cómodas comisiones de servicio que les alejan del pesado trabajo de la persecución del delincuente, que, por lo que se ve, debía empezar con más eficacia por la propia casa.
Afortunadamente, el Estado funciona ya tan bien, la democracia está tan consolidada, somos un país tan moderno, que a nadie escandaliza el que haya delincuentes que sean asesinos, atracadores, torturadores, secuestradores, extorsionadores de proxenetas, protectores de burdeles, narcotraficantes y chantajistas disfrazados de policías, campando libremente a sus anchas, amparados en la placa y en el escudo de su función de servidores del Estado, para hacérselas pasar estrechas a todos los ciudadanos que les caen mal, en un sistema al que ya no se puede llamar ni policiaco, sino que debe calificarse de gansteril. Pero aquí no pasa nada, nadie tiene por qué asumir ninguna responsabilidad política ni penal, y la irrazón de Estado protege esta corrupción impresentable que priva al mismo de legitimidad. Además, el exigir responsabilidades se ha convertido en nuestro Estado social y democrático de derecho en una actitud demagógica, condenable y desestabilizadora.
Resistencias
Una policía democrática está al servicio de los valores democráticos, con comportamientos escrupulosamente legales y constitucionales y sujeta, como el resto de los ciudadanos, sin privilegio alguno, a la responsabilidad jurídica, política y social, que nos es a todos exigible.
Cuando unos policías saben que es tolerable retener droga aprehendida para pagar confidentes y obtener favores, estimular la comisión de delitos para reprimir otros delitos, manejar fondos incontrolados, en suma, que el. fin de su actividad justifica toda clase de medios, lo menos importante es lo cuantitativo. Un solo caso pone en solfa todo el sistema.
Una sola amenaza o maltrato de palabra u obra a un ciudadano en un local policial pone en cuestión todo el sistema constitucional. Ahora empezamos a entender algunos ingenuos la insistente resistencia a admitir la creación de una policía judicial realmente dependiente de los jueces y fiscales. Creíamos que era un problema organizativo.
Ahora empezamos a ver de verdad el profundo fondo de la actitud antisindical puesta de manifiesto en responsables del orden público a quienes estorba toda clase de controles.
Ahora cobra todo su valor la orden dada en su día a unos guardias civiles de no comparecer ante una juez investigadora de un supuesto de torturas.
Ahora hay que reconocer, porque nobleza obliga, que cuando en un editorial de EL PAÍS y en una intervención de los señores Bandrés y Zubía se increpaba al firmante de estas modestas líneas por sostener que la ley antiterrorista sólo serviría para ser aplicada, exclusivamente, en la lucha contra el nefasto y criminal terrorismo y con un exquisito control judicial, estaba uno, sin quererlo, bien engañado y manipulado, engañando a su vez a los demás, y no en beneficio del Estado de derecho, sino en puro interés del derecho patrimonial al Estado que, al parecer, tienen quienes han perdido ya la mínima sensibilidad democrática, jurídica y ética.
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