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Vuelve Simone Weil, la hereje sublime

El recuerdo de esta mujer, muerta a los 34 años, en 1943, irrumpe, tras superar el filtro de los admiradores refinados y lo fragmentario de la obra, en el cielo filosófico francés como un meteorito de clara trayectoria. Atención. Sorpresa. La crítica se enfrenta a la primera mujer filósofo de nuestros días: el ángel rojo, como la ha llamado Libération, o mejor, el ángel azul-rojo, como la llamaría yo; la mujer absoluta, la rebelde, la marciana (en París se ha traducido también ahora Simone Weil, biografía di un pensiero, publicada en Italia por Garzanti, lo mejor que cabe leer sobre su historia filosófica y personal).Personaje literario

Simone Weil es, sin duda, Lazare, el personaje que Georges Bataille describió, entre fascinado y asqueado, en El azul del cielo, en una de sus monstruosas anomalías. Bataille la había conocido en París y luego en Barcelona. "Tenía unos 25 años. Era rara y hasta ridícula. Llevaba trajes negros, desangelados y manchados. Parecía no ver lo que tenía delante, y a menudo chocaba con las mesas al pasar. Sin sombrero, el pelo corto, tieso y despeinado, creaba unas alas de cuervo en tomo a su cara. Tenía una gran nariz de judía flaca, cutis amarillento, que asomaba bajo aquellas alas y tras las gafas de montura de acero... Infundía malestar: la enfermedad, el cansancio, la miseria o la muerte nada importaban a sus ojos... Ejercía una fascinación por su lucidez y por sus ideas de alucinada... Y yo me reía rumiando una cualquiera de sus lentas frases. La idea de que quizá yo amara a Lazare me arrancó un grito, que se perdió en la confusión y el ruido".

A Bataille opongo los versos que Elsa Morante le dedicó: "Hermanilla inviolada/ última paloma truncada por diluvios,/ bella del Cantar de los cantares / camuflada tras grotescas gafas de escolar miope". ¿Cómo resumir la historia de Weil? La suya es una filosofía de la ética, una moral metafísica, diría yo, si no estuviera inmersa en todas las opciones de antaño y dominada por ellas, entre luchas obreras, Frente Popular, guerra de España, milítancia antihitleriana. Su pensamiento se sitúa, para mí, entre Kierkegaard y Husserl, en busca de un nexo entre razón y moral. Y con Kierkegaard, inspirador del existencialismo, vuelve a anudar el hilo de un pensamiento que, afrontados los conceptos de angustia, soledad, destino, pecado, racionaliza la fe en una ética sublimada, alejada de todo dogma, aun religioso. Husserl llamaba krisis al "escepticismo frente a la posibilidad de la metafísica y al naufragio de la fe en una filosofía como el naufragio de la razón... Entre la razón y lo existente reina el enigma de los enigmas".

Estamos en 1935, en una de las dramáticas conferencias de Husserl en Praga y Viena poco después de la llegada al poder de Hitler. Weil pertenece en esa época al filón filosófico que se expande y se extingue entre las crisis, el nazismo y el cataclismo del pensamiento europeo en la posguerra. Tiene una visión trágica de la sociedad de la injusticia y la violencia, dominada por el desorden instalado (Emmanuel Mounier) por la barbarie. En este pensamiento, difícil de encasillar, irreductible a un sola definición, el eje (aunque muchas veces roto) está "en el arte de trasponer la verdad sin alterarla".

Weil afirma, con platónica potencia, que "hay que amar a la verdad más que a la vida"; que "estar fuera de la verdad es la mayor de las desgracias"; que "cada cual debe interrogarse: ¿estoy en la verdad?". "Ni hay amor a la verdad sin un consentimiento total, sin reservas" (Cahiers). La crítica weiliana de las ideologías derriba las ortodoxias, la mezquindad académica, la confortable molicie del intelectual y sus complicidades. Su vida personal está dominada por este terrible lema: "Prefiero morir a vivir sin verdad". Weil es la más sublime de las herejes y, como tal, malquista por todos los poderes.

En 1931, licenciada de la École Normale, profesora adjunta de filosofía, decide cortar con la docencia para entrar como obrera en la Renault, para "pensar con las manos" y abrir su sistema de ideas a la "espiritualidad del trabajo". En 1936, al estallar la guerra de España, se une a los republicanos, enrolándose en la brigada del anarquista Durruti; España es la comprobación de una de sus intuiciones éticas sobre el "carácter permanente y universal de la barbarie, que se ensaña con los débiles".

Complicidad

Cuando Bernanos escribe Les grands cimitières sous la lune, obra inquietante sobre la complicidad en las matanzas, ella le escribe una carta de desesperado asentimiento: "Ya no sentía la menor necesidad de participar en España en una guerra que no era de campesinos famélicos contra terratenientes y un clero cómplice, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia... Usted está ahora más cerca de mí que aquellos compañeros de las milicias de Aragón, aquellos compañeros a los que amaba". Bemanos conservará la carta y anotará más adelante: "Hizo falta acaso la derrota y el embrutecimiento que la siguió para que ideas tan inoportunas pudieran hallar entre nosotros adecuada repercusión". Ideas inoportunas... ¿Qué idea no es inoportuna cuando ha sido pensada contra el fanatismo, la razón de Estado, de partido y todo mito colectivo?

En los años cincuenta ya está olvidada. El siglo adora nuevas ilusiones. Sólo Camus, en su soledad política, invoca y ensalza su "locura por la verdad". Judía, y de inspiración cristiana, entra en contacto con el catolicismo (su crisis mística más perturbadora se producirá en Asís), que es "por excelencia la religión de los esclavos, y los esclavos no pueden sino adherirse a ella, y yo con ellos". Pero no se convertirá, temerosa de verse de nuevo aprisionada en una verdad institucionalizada como tal.

La suya es una vida de ritmos rápidos. Sin resuello. Nunca hará nada demasiado tiempo. Es atormentada por violentos dolores de cabeza, que para el analista expresan la "excesiva plenitud" de su pensamiento, esa cabeza de mujer joven que de guapa se volvió fea, de normalienne se volvió obrera, de rica se volvió pobre. En 1940, cuando Hitler se ensaña con el hombre para destruir con los cuerpos las raíces espirituales, se une a De Gaulle en Londres, pasando por Estados Unidos. Le asignan un trabajo de redacción en la France Libre. Tiene ya a sus espaldas el grueso de su obra filosófica. Ha escrito L'enracinement; ha afrontado genialmente la geometría no euclidiana y las teorías de los quanta; ha conseguido dominar el. sánscrito; ha redactado La Iliada antes de la fuerza y por último los Cahiers (cuyo tercer volumen está a punto de publicar Adelphi en Italia), que encierran el cegador brillo de sus reflexiones filosóficas.

En Londres, en suprema búsqueda de identificación con las víctimas, decide alimentarse con las mismas raciones de los prisioneros de los campos de concentración nazis. No come y escribe día y noche. De Gaulle diría de ella: "Está loca". A finales de junio de 1943 presenta la dimisión, rechazando los "vínculos oficiales" con los "representantes del Gobierno" (Maurice Schumann, último testigo, me ha contado la violencia de aquella rebelión política).

La muerte

La envían a cuidarse a un sanatorio en Ashford, donde muere un día a finales de agosto. "Se apagó hacia las 10.30. Parecía muy serena", escribe un testigo. Sus últimos rastros los hallamos en las respuestas al cuestionario de los médicos cuando la internaron en la clínica. ¿Religión? "Soy judía", declaración al doctor Roberts, "pero deseo hacerme católica, aunque todavía existe un punto pendiente". ¿Profesión? "Soy filósofa y me intereso por la humanidad".

La modernidad de Weil, terminada la época de las ideologías totalizantes, reaparece en esa frase que sintetiza el enigma y la potencia de su pensamiento: "La única fuerza y la única virtud está en abstenerse de obrar". Reaflora para las generaciones actuales, entre erotismo corriente y aspiraciones místicas, como la pensadora marciana de una problemática de época cuyas verdades hay que hallar.

Traducción: Esther Benítez.

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