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Después de la revolución

Antonio Elorza

En un texto muy pocas veces citado, y escrito hace ya tres décadas, Herbert Marcuse disertaba el cuadro de tensiones en que había de moverse la historia soviética posestalinista: ¿cómo lograr la compatibilidad de una economía militarizada con un nivel de vida satisfactorio y, progresivo? El mantenimiento de una vasta organización militar (fuerzas armadas y policía secreta) sería el principal agente de autoritarismo y de freno a los cambios económicos. También la burocracia del partido-Estado interviene en el mismo sentido estabilizador, al tratarse de una clase interesada en la propia perpetuación en el poder. El tema, resumía Marcuse, era saber si ese conjunto de factores limitativos resultaba compatible con el crecimiento necesario al Estado soviético.A 70 años de distancia de la Revolución de Octubre, la respuesta de Gorbachov parece coincidir con la de Marcuse: existiría en la URSS una contradicción insalvable entre el crecimiento de la economía y el anquilosamiento del sistema. El balance de los últimos años de vida soviética ha sido inequívoco: por espacio de dos largas décadas, la estabilización de Breznev pareció negar la historia. Según el monótono discurso oficial, la ciencia socialista, el marxismo-leninismo, en cuanto pauta infalible de explicación de los procesos históricos, venía a sancionar la superioridad del socialismo real sobre el mundo capitalista. La URSS parecía haber embocado una senda de trazado inmutable, expresión en el plano ideológico del poder no menos propenso a eternidad de la burocracia del Estado y del partido. El único problema para los comunistas soviéticos residía en que una cosa era el ritual y otra la realidad. Anteriormente, Jruschov había apostado por el triunfo económico del socialismo sobre el capitalismo, dado su carácter de sistema económico basado en la asignación racionalizada de los recursos: "Venceremos", llegó a decir, "cuando la gente se refugie del Oeste en el Este para vivir mejor, y no al contrario". Desde este punto de vista, la derrota era inapelable. La inferioridad económica respecto del capitalismo organizado fue haciéndose cada vez más notoria y la política de confrontación de bloques, culminada en Afganistán y en la carrera de los misiles, incrementó de modo insensato los riesgos de una conflagración mundial. Y en la misma medida requirió unos gastos militares que resultaban insoportables para una economía poco eficaz. Fue la de Breznev, como alguien ha dicho, una era de "estancamiento y misiles" de la que sólo cabía una escapatoria: dar marcha atrás y recuperar la, iniciativa a costa de que saltara en pedazos el discurso de autocomplacencia. "No hay otro camino", insistirá una y otra vez Gorbachov para destacar la inexorabilidad de su proyecto político.

Hoy sabemos ya que desde sus primeros pasos la reestructuración no ha tenido la vida fácil. La historia del comunismo ofrece una secuencia de intentos de transformación fallidos, y basta evocar las reformas de Jruschov tras el 20º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética o la primavera checoslovaca de 1968, antecedentes directos de lo que ahora ocurre. "Nuestra iniciativa", ha reconocido Gorbachov, "tropieza con un muro de indiferencia cuando no de evidentes resistencias". Ahora bien, dada la estructura habitual de comportamiento en los partidos comunistas, no cabe esperar una confrontación abierta, sino una batalla de desgaste donde la aprobación aparente sirva de apoyo al mantenimiento de posiciones tradicionales y al freno de los procesos de cambio. Ciertamente, Gorbachov ha sabido desbordar una primera barrera al llevar el debate más allá de los límites de siempre, buscar la participación de las capas intelectuales y, en, definitiva, hacer entrar en juego a los ciudadanos. Los éxitos en la política internacional hacen por el momento difícil la labor de sus adversarios. Pero éstos cuentan aún con importantes bazas, y no es- la menor esa cuadratura del círculo que supone dar contenido a la democracia, por fin sin adjetivos, de que habla el líder soviético. Volver a Lenin no es suficiente, porque ya Lenin fracasó en su ensayo de forjar una democracia de masas a partir de la revolución. El voto secreto y la pluralidad de candidaturas son primeros pasos válidos. Pero ¿con qué objetivo y hasta qué límite?

Finalmente entran en juego los problemas exteriores. La intervención en Afganistán ha supuesto un costoso revés para la URSS y constituye un capítulo aún no cerrado. Y está la crisis casi general de las democracias populares (Yugoslavia incluida a estos efectos). Con las únicas excepciones de Checoslovaquia y de la República Democrática Alemana, el malestar económico y la insatisfacción política son un denominador común que alcanza sus expresiones más críticas en Polonia y Rumanía, pero que ni siquiera excluye a Hungría. En el caso de surgir un estallido, está por ver si sigue o no vigente la máxima del 68: "la defensa del socialismo es el deber internacionalista supremo", cuya aplicación significaría el fin inmediato de la perestroika. Gorbachov tiene que enfrentarse aquí con problemas cuya trama escapa a su radio de acción político. Sin olvidar la resurrección en la propia URSS de las reivindicaciones nacionales.En todo caso, y aun con las dificultades reseñadas, la historia se mueve en la Europa del Este gracias a la política de reformas de Gorbachov, y lo hace en la dirección de la paz y de la libertad. No es poca cosa. De cara a los eurooccidentales ha desaparecido lo que ya era un contramodelo para la perspectiva socialista. Cobra sentido de nuevo hablar de iniciativa histórica de ese sujeto político en vías de extinción que era hasta hace poco la izquierda. Tampoco es corto balance de ese último viraje en la evolución histórica de la URSS, aunque resulte igualmente claro que la Rusia de los soviets no puede ya tener el papel de referente positivo para las expectativas de transformación social. Un humorista italiano del diario La Repubblica evocaba recientemente esa desnudez ideológica dirigiéndose al secretario del Partido Comunista Italiano: "Ma dove vai, se la meta non ce l'hai?"-, ("Pero ¿adónde vas, si careces de meta?"). Claro, que la objeción sólo es válida si contemplamos la razón de ser del socialismo como en los años treinta o cuarenta, en la reproducción de un modelo ya puesto a prueba. Hasta cierto punto hemos regresado a la situación anterior a 1917 en cuanto que son las contradicciones y los estrangulamientos provocados por la lógica del capitalismo lo que sigue fundamentando a escala mundial la existencia de fuerzas sociales y políticas que proponen la reforma o la revolución. La propuesta conformista viene invalidada por la miseria creciente en la periferia del mundo capitalista, por el imperialismo encamado en la política de presión agresiva de Estados Unidos en Centroamérica, por el incremento de la desigualdad y de la marginación dentro de nuestra propia sociedad. Si algo se ha desvanecido no es el espectro de Marx, referencia teórica aún útil, especialmente si introducimos la línea de análisis apuntada en los escritos sobre Irlanda, sino aquel pensamiento utópico de los sesenta que soñaba un despliegue inmediato del socialismo a partir del capitalismo desarrollado. No es extraño que muchos de sus portavoces entonces sean los conformistas de ahora. La exigencia de una política alternativa, reformadora aquí, revolucionaria en otras áreas del mundo, sigue en pie. Conviene no olvidar que el socialismo consistió desde sus orígenes, no en la búsqueda de un paraíso, sino en un intento de conseguir que la mayoría de los hombres escapase de infiernos entonces y hoy nada imaginarios.

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