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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Poder vaticano

COINCIDIENDO CON el 25º aniversario de la muerte de Juan XXIII, Juan Pablo II ha hecho pública la lista de 25 nuevos cardenales, dos de los cuales tienen que dejar su puesto clave en la Secretaría de Estado: el español Martínez Somalo, una especie de ministro de Gobernación, y el italiano Achille Silvestrini, secretario del Consejo de Asuntos Públicos (ministro de Asuntos Exteriores). El puesto de Somalo lo ocupará el actual pronuncio en Holanda, Edward Cassigy, de origen australiano, bien conocido por los católicos holandeses por sus desvelos durante los últimos 11 años para que fueran nombrados obispos conservadores.Estos nombramientos no significarían una novedad si no fuera porque con ellos los cardenales europeos quedan en minoría frente a los del resto del mundo (59 frente a 61). Al margen de este hecho, lo único destacable es la promoción del arzobispo de Lituania, Sladkevicius, que podría servir ahora de enlace con las autoridades de Moscú, y el nombramiento del obispo de Hong-Kong -territorio que se incorporará a la República Popular China en 1999-, que podría ayudar a normalizar las dificiles relaciones del Vaticano con el episcopado nacionalista, alejado de Roma, en aquel país comunista..

Las expectativas se centran en la anunciada constitución apostólica que reglamentará el funcionamiento de la curia, y que podría ser promulgada en el próximo consistorio de cardenales, previsto para el 28 de junio. Tres cuestiones, todas ellas relacionadas con el reparto del poder dentro de los muros vaticanos, centran el debate y retrasan su versión definitiva. Hace 21 años, Pablo VI promulgó una constitución que reforzaba los poderes de la Secretaría de Estado, hasta el punto de constituirse en filtro de todas las decisiones. Los prefectos de los dicasterios romanos pugnan hoy, sin embargo, por que se forme un consejo de presidentes que coordine e internacionalice el gobierno central de la Iglesia y que disminuya las atribuciones personales de quien ocupa ahora el cargo. En segundo lugar preocupa el futuro de los tres secretariados creados por el Vaticano II: para la Unión de los Cristianos, para el Diálogo con los No Cristianos y para el Diálogo con el Mundo de los No Creyentes. El diálogo ecuménico ha ido planteando conflictos doctrinales, y se pretende que quede sometido a la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio), mientras que los otros dos secretariados pasarían a ser secciones de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Con ello, una de las iniciativas más novedosas del Vaticano II, y una de las más queridas por Juan XXIII, quedaría sumergida en el mecanismo burocrático del aparato curial.

La tercera cuestión es aún mucho más significativa. Se trata del Consejo de Laicos, en torno al cual han surgido consejos pastorales (familia, sanidad, turismo, cultura) e instituciones como Justicia y Paz y Cor Unum. El problema que se plantea ahora es si este Consejo de Laicos puede tener categoría de congregación y, por tanto, si un seglar podría sentarse a la mesa de los cardenales presidentes en una especie de gobierno de la Iglesia. Ratzinger y algún otro cardenal parecen esgrimir en contra serias razones doctrinales, y los observadores más cercanos hablan ya de parto de los montes. Los vientos doctrinales involucionistas que barren el interior de la Iglesia católica no auguran ciertamente un desarrollo de los valores del cristianismo conciliar en la nueva constitución de la curia. Una buena prueba de esta situación es en España el documento que prepara la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe sobre el control de la ortodoxia y el clima de ansiedad que se vive en los medios más conciliares y abiertos del catolicismo español.

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