Ese sabio que calla
Jesús Fernández Santos entraba en la Redacción con el sigilo de los sabios, sin levantar la voz, levemente. Traía en sus manos huesudas y ausentes un papel- enrollado en el que transportaba sus opiniones sobre la vida que veía. Lo depositaba sobre la mesa adecuada, se apoyaba en el quicio de una puerta y luego se iba como si no hubiera estado. Parecía que venía a despedirse de los días a sentir que la edad era una acuarela quieta que podía difuminarse como se elimina el tiempo en el cine que él tanto amó.Un día, creo que era abril, el mes más cruel, desapareció de miestros pasillos y dejó de sonar en el aire su voz detenida, la voz del que sabe que la palabra es una superficie sobre la que hay que escarbar sin reposo para hallar el nombre exacto de las cosas. La enfermedad que le había rondado como una mano poblada de diamantes falsos le vino a ver cuando estaba en Barcelona para participar en un coloquio sobre la identidad de este país que él miró con los de un orfebre.
Èl nunca había traído a la Redacción otra voz que la de su silencio multiplicado por la escasez verbal que la vida impone a los irónicos. Sabía de todo y conocía al detalle la miseria y la gloria de los nombres propios que pueblan los pasillos del poder y de la nada en esta tierra. Cuando se daba a la confidencia de la tertulia era sarcástico y lógico, como un buen novelista, pero en el fondo de su alma siempre amanecía una sonrisa que le quitaba resquemor a los sucesos que él almacenaba con la curiosidad de un adolescente que acaba de descubrir su mirada en un espejo.
Era un apasionado de la vida cotidiana, y eso le convirtió en un contertulio requerido, en una figura insustituible en las largas tardes del café Gijón. Pero era un trabajador secreto e infatigable, que se encerraba en su molino leonés a ver pasar las hojas de un calendario sobre el que caminó con pies seguros hasta que un día de abril la vida le empezó a quitar la mano de los hombros.
Babelia
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