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Tribuna
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Entrando en razón

Leo en el periódico una información procedente de The New York Times según la cual se ha abierto ya en Estados Unidos un debate público acerca de la conveniencia, o mejor necesidad, de derogar la prohibición legal de las drogas como única solución posible al problema social que su consumo crea. Ya iba siendo hora. Esa noticia permite esperar que se debata al fin en términos claros y con franqueza una cuestión vidriosa frente a la que muchos se abstienen de pronunciarse, inhibidos por el temor a discrepar de lo que, quizá equivocadamente, piensan ser la opinión general y admitida. No hace aún muchos días presenciábamos aquí en España un programa televisivo al que, con ocasión de haber muerto drogado uno de sus habituales participantes, se convocaba a varias personalidades para discutir dicho problema; y allí pudo advertirse la tímida reticencia con que apenas acertada a exponer su punto de vista un invitado que, según podía vislumbrarse, hubiera querido expresar públicamente el criterio ahora aireado en Norteamérica, pronunciándose por la legalización de las drogas.En verdad, todos abordamos con ambages y eufemismos el embarazoso terna. En el caso del drogadicto cuya muerte dio origen al programa televisivo de referencia no se decía que esa muerte hubiera sido causada por la inyección de heroína que él mismo se había aplicado, sino que se atribuyó a la desafortunada circunstancia de estar adulterado el producto, como cuando se informa de la intoxicación ocurrida en un restaurante. En una época en que se escamotea por sistema la responsabilidad del sujeto individual, nos contentamos con echar la culpa de la adicción misma, como de las demás formas de conducta indeseable, a la sociedad, es decir, a una abstracción, a todos y a nadie, y con eso nos quedamos ya tan tranquilos. A tal punto ha llegado esto a ser un cliché, que en el caso particular ahí considerado se hacía notar, no sin cierta extrañeza, que la víctima lamentada no tenía motivos para sentirse, precisamente, persona marginada, sino más bien integrada.

Será si se quiere la sociedad culpable de todas las lacras que la afligen, pero no estaría de más que, después de haberla acusado virtuosamente en su conjunto para exonerar de responsabilidad a las víctimas, y de paso a cada uno de nosotros, procurásemos dilucidar cuáles son los mecanismos o las instancias concretas que generan el mal o, al menos, que lo fomentan. Por cuanto afecta a las drogas, es de suponer que el debate iniciado ahora en Estados Unidos, donde hubiera debido servir de escarmiento la experiencia de la prohibición de bebidas alcohólicas, ponga en evidencia que es, en efecto, la sociedad, a través de sus órganos de gobierno, la que, al penalizar el tráfico de dichas drogas, ha causado la difusión del vicio mismo y, sobre todo, de sus tremetidas secuelas, elevando así lo que era un problema privado más, o menos frecuente a la categoría de pavoroso problema público. Pues, ¿quién ignora que esa legislación penal es la que determina la subida del precio de la mercancía a alturas astronómicas hasta convertir su tráfico en negocio fabuloso con una organización internacional prácticamente imbatible, siniestrariente corruptora y afanosamente dedicada a crear una creciente clientela de adictos, enganchándolos ya desde la escuela primaria?

Hace todavía no demasiado tiempo, el mismo The New York Times había publicado un bien documentado estudio donde cierto médico, tratando del asunto, mostraba cómo el precio, de veras ínfimo, que podría tener la venta libre de la droga en farmacias eliminaría de inmediato esa ubicua delincuencia que su carestía ocasiona, causa principal de la actual inseguridad ciudadana. Además -y quizá esto sea lo más importante-, toda la organización criminal montada para explotar el contrabando se derrumbaría en seguida al suprimirse la prohibición, según sucedió de manera espectacular con el gansterismo de las bebidas alcohólicas cuando en el año 1933 fue abolida la ley seca.

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Si se aduce, como quieren algunos, que la fácil y barata adquisición de drogas pudiera aumentar su consumo, se olvida que precisamente la prohibición constituye un aliciente para la juventud, deseosa siempre de afirmarse en la transgresión de normas, mientras que, por otra parte, habría cesado, al desaparecer el negocio de los traficantes, la desalmada y siniestra seducción sistemática que ellos tienen organizada para reclutar su clientela.

Así, pues, la liberalización del consumo de drogas tendría en seguida dos efectos de enorme efecto social: acabaría con la organización que propaga el vicio, induciendo a niños y adolescentes, y acabaría con los delitos cometidos por el adicto en estado de necesidad. A esto se añadiría un efecto más, ahora en favor del propio adicto: el de liberarlo del riesgo de droga adulterada, así como de la angustia que su privación le produce, y que le lleva a delinquir.

Este último aspecto, el del drogadicto en particular, aunque sea por principio cuestión privada y no ya pública, merece una atención cuidadosa. Ciertamente, su condición es muy lamentable y sus padecimientos dolorosísimos para el afectado -el enfermo, si así se preflere- y para su familia, como en grado más o menos agudo lo es la situación de quienes se encuentran sometidos a la esclavitud del alcohol o del tabaco; y desde luego los poderes públicos están obligados a prestarle asistencia en términos individuales cuando la requiera y la solicite. Ahora bien, y dado que por su extensión se trata de verdaderas plagas sociales, de enfermedades epidémicas, es también deber de los poderes públicos acudir a su remedio, no aplicando medidas de persecución policial que -ya está visto- sólo conducen en la práctica a su agravación, sino promoviendo campañas, como las que en efecto se hacen contra el uso del alcohol y del tabaco, encaminadas a disuadir al particular, así como tomando disposiciones que pongan trabas a la persuasión publicitaria o impidan que dicho uso se haga en detrimento del prójimo. Al fin y al cabo, lo que está ahí en juego es la libertad individual, tanto del usuario como de los demás; y así corno a nadie debe prohibírsele que fume o que beba si ello le apetece, tampoco debe prehibírsele a nadie que se drogue si ése es su gusto; pero, en cambio, no puede permitírsele que haga tragar su humo a quienes ello molesta, ni que el descuidado viandante esté expuesto al cuchillo de un drogadicto privado de la dosis que ansía.

Por supuesto que la despenalización de la droga no resulta, en la situación presente, operación fácil, habida cuenta del poderosísimo tinglado internacional montado para su clandestino tráfico, y de la red de intereses, más o menos oscuros u ocultos, pero tentaculares sin duda, que se oponen al desmantelamiento del tremendo negocio. Sólo si Estados Unidos se decidiera a efectuar dicha despenalización caería por tierra el tinglado que lo sostiene. Una iniciativa aislada en dirección tal por parte de países menos voluminosos los convertiría en depósito franco de la siniestra mercancía. Siendo así el hecho de que, como parece, empiece a plantearse allí de manera abierta y razonable la cuestión (por más que a última hora el presidente Reagan haya tenido la genial ocurrencia de poner en pie de guerra su ejército y escuadra para cerrar las fronteras del país contra el narcotráfico), crea buenas expectativas de que al fir- se inicie el proceso de opinión conducente hacia la única solución sensata y posible del problema.

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