Maestros en feria
TODO SE ha desarrollado en el conflicto de la enseñanza con arreglo a una implacable lógica de lo peor: huelga indefinida en el decisivo mes de las evaluaciones, suspensión de las negociaciones con el ministerio, enfrentamiento de los enseñantes con los padres -y ahora también con los estudiantes-, descrédito de la enseñanza pública en beneficio de la privada, unos maestros tan desmoralizados como desconcertados, fracaso de los sindicatos a la hora de controlar el proceso y cuestionamiento del proyecto reformista del Gobierno en uno de sus puntos más sensibles. ¿Quién da más?Las reivindicaciones de los enseñantes iban en el sentido de la reforma de la enseñanza planteada por los socialistas, y en particular, con el objetivo de funcionarización de los maestros. Su exigencia de homologación salarial con el conjunto de la función pública contaba con la simpatía de la. opinión pública, que valora altamente las dificultades del trabajo de los maestros y considera que están mal pagados. Pero el desarrollo posterior del conflicto ha ido minando ese capital simbólico inicial, y hoy la credibilidad de los huelguistas es tanto menor cuanto mayor resulta la irritación de los padres y de la sociedad en general. El Ministerio de Educación contribuyó directamente a provocar el caos retrasando el inicio de unas negociaciones que además de inevitables eran deseables, porque cualquier reforma educativa resulta inviable sin la identificación de los maestros con el proyecto. Una vez enmendado el error, el preacuerdo firmado por cuatro de los sindicatos -con excepción de Comisiones Obreras- parecía satisfactorio: combinaba la aceptación práctica del principio de la homologación con el establecimiento de unos plazos para su puesta en marcha. Si el Gobierno hubiera accedido a aumentos retributivos inmediatos del 10%, como se le pedía, corría el peligro de que se disparara la dinámica de los agravios comparativos. De hecho, así lo admitieron esos sindicatos al firmar un documento que luego no se atrevieron a defender ante las asambleas. Ni siquiera las consideraciones sobre la necesidad de autoafirmación de unos sindicalistas que se estrenaban como tales explican esa asombrosa falta de flexibilidad y de capacidad para el manejo de los asuntos públicos.
Las direcciones centrales de los sindicatos, lejos de supli esa eventual inmadurez con su experiencia, estimularon la huida hacia ninguna parte de los maestros, y luego, cuando se han visto en una situación sin salida, se han lavado olímpicamente las manos. Los enseñantes se encuentran ahora en plena desmoralización, tomando decisiones Incoherentes, como la de convertir la huelga en indefinida y manifestarse al día siguiente ante el ministerio pidiendo la reapertura del diálogo. El curso está arruinado, pero el hecho de que la huelga no fuera seguida ayer sino por una minona de los profesores demuestra hasta qué punto ha llegado el desconcierto en el sector.
No es casualidad que los portavoces de la prensa reaccionaria -comenzando por El Alcázar- se apunten ahora a apoyar a los huelguistas. Seducidos por los halagos de sectores de la derecha -que hubieran arremetido a toda trompeta contra el Gobierno si éste hubiera cedido- y del amarillismo sindical, los maestros se hallan ahora en la posición de involuntarios propagandistas de la superioridad de la enseñanza privada y en el centro de una tormenta en la que ellos mismos son candidatos al naufragio. A estas alturas, el daño -a los alumnos, a la enseñanza pública, al proyecto de refórma- es casi irreversible. Pero todavía puede empeorar la situación. Desconvocar la huelga es lo más sensato que pueden y deben hacer. Aunque sería absurdo, también, que lo hicieran a cambio de nada. En el Gobierno no puede imperar el principio de autoridad por encima del de concordia social. Y es impensable que la reforma educativa se pueda llevar adelante con el mismo equipo político que la ha ideado.
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