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Tribuna:SUEÑOS DEL ESCRITOR
Tribuna
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La literatura y su expresión

Ni las realidades ni los sueños pueden ser ajenos al escritor. Algunos quieren, consiguen, exhibirse, integrarse en la cotidiana feria de la mercancía, de la comercialización del arte. Siempre hubo, como en todos los órdenes de la vida, prostitución en la literatura: se paga en favores, en reconocimiento político, en dinero, ¡qué más da! Escritores bufones o lacayos de príncipes, sacerdotes, gobernantes o burgueses. Nosotros, quienes vivimos en la duda permanente y nunca buscaremos el poder -todo poder corrompe y es antiestético-, nos sentimos ajenos a esa confusa ceremonia que hace del exhibicionismo literario un ejemplo de la impotencia y miseria de nuestra cultura.El imperio de la moda y el desarrollo de las nuevas aristocracias empresariales necesitan recuperar, dominar viejos conceptos -incluso el de socialismo- para vaciarlos de contenido y sustituir los clichés negros o pardos del reciente fascismo por los suaves rosas autoritarismos de las democracias presentes. Sólo la literatura, la creación individual, hace muecas de desprecio, cuando no de ironía cruel, gestual o litúrgico-poética, contra ese imperio. Nada dogmatizamos. Por eso somos libres. No queremos acomodarnos. Es tan sucia, pútrida, sangrienta, la corriente del agua que cursa hoy las venas de los pueblos y tierras del mundo...

Cultura y civilización no hacen más libre, en nuestro tiempo, al ser humano. Formas paramilitares impuestas por la sociedad de consumo, saturación informativa, publicidad desaforada y velocidad que a ningún fin conduce controlan y manipulan a los jóvenes, ahogados en un vacío existencial, impotentes para intervenir profundamente en su tiempo de vida, deseosos tan sólo de consumir, lo más rápidamente que puedan, su propio día único de existencia.

Solitarios

Los poderes estéticos son los poderes creados por los políticos, impuestos a su vez por quienes dominan, económica y militarmente, los mercados del mundo. No somos más libres por tener más información, pues el control sobre la misma es mayor que nunca. No porque desaparezca la vieja aldea podemos pensar que la macrociudad no sea sino una nueva aldea humana donde agonizan las masas alfabetizadas por los signos ordenados según los ritos y necesidades de los mercaderes de la cultura.

Los marginados, los solitarios que, pese a todo, deciden o decidimos vivir en la literatura, lo somos no por decisión propia, sino por enfrentamiento a las reglas de ese mercado. Se acertará o no en la creación, ésa es otra historia. Pero, desde luego, del gran ruido, de la atronadora y desafinada orquesta que hoy impone determinados productos y autores en el mundo entero, quedará, en la serenidad y reposo del mañana, solamente el arpegio de algunas notas apenas hoy escuchadas.

Inaccesibles eran los mandamientos comunicados por los dioses en las cimas de las montañas a los profetas. Tan inaccesibles como las razones y fines de los vídeos y ordenadores que desde sus primeros años de vida manipulan en la nueva religión nuestros hijos. Lenguaje y signo escrito retroceden ante lo visual.

Como la cultura propia y distintiva de cada pueblo es devorada, subsumida por la unidimensionalidad multinacional. Mas nosotros, ajenos a ese ruido en ensordecedor que ya hace imposible escuchar la maravillosa música del silencio, nos obstinamos en seguir considerando la literatura como expresión de una realidad inacabada, que carece de leyes y textos sagrados, que desprecia el autoritarismo y tampoco cree en la democracia, que no rinde vasallaje ni a los jueces, ni a los militares, ni a los sacerdotes, pues nada para ella es inocente, que no ignora que pensamiento e imaginación aunados son el auténtico cáncer del poder, de todo poder, de cualquier poder.

Nosotros tejemos, tejemos, seguimos tejiendo caricias -la palabra besa la boca de los adolescentes, de los viejos, de los que bajo tierra se descomponen, de quienes aún están por nacer-; tejemos cuentos e historias que son como hilos de luz viajeros de la noche que aún sabe y puede tener oscuridad, poemas que cantan y recitan las ramas de árboles orgullosos todavía de respirar y dar respiración. Seguimos tejiendo sudarios para los poderosos, conscientes de que cuando ellos -que desde siempre alientan la guerra, lanzan vivas a la muerte y odian a la inteligencia- no sean ni recuerdo para las verdaderas historias, no las que se cuentan en los libros educativos, sino las que se encadenan en los cuentos y en la me,moria, la literatura continuará viva, enriquecida con diálogos y andanzas de Quijotes y Sanchos, de Sinuhés y Kaptah, de Leopoldos Y Molly Bloom, de Septembrinis y Naphta, del joven acariciado por los sonetos de Shakespeare o de la adolescente que hoy, en mil lenguas de la Tierra, recibe sus versos de los poetas nuevos que con ella sueñan.

La historia de los vencedores, la historia de la acumulación de las miserias impuestas por todos los poderes degradantes y degradados, nada tiene que ver con la historia de la literatura, que es siempre la historia de los vencidos.

Tejemos, tejemos encuentros en que buscamos ojos, manos, música de palabras, código de señales secretas que sólo a nosotros, los habitantes del submundo de la cibernética, los navegantes de los subsuelos de las ciudades, proscritos en el tiempo de la publicidad y la moda, nos es dado conocer.

La expresión de la literatura, su exhibición, está en algo tan indefinible, pequeño e inmenso al tiempo como es el alma del ser humano: allí donde aún no ha llegado la ciencia de la simulación, a la que nuestro tiempo rinde culto. Porque el alma es la belleza, la pregunta sin respuesta posible, y todavía los escritores pugnamos por describir qué es eso tan sentido, buscado, emotivo y frágil que llamamos belleza.

Andrés Sorel es escritor.

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