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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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El viejo

Todavía no era un hombre viejo, aquel verano de 1947 que en el sur mató a Manolete, pero lo parecía.Contaban los que eran viejos de verdad (les oi discurrir leyendas acerca de él en la puerta de una taberna de la carretera de Toledo que llamaban El Bohío, en Illescas, un pueblo a vuelo de perdiz del suyo, donde me llevaren para que me enseñara las letras un maestro socialista que se escondía allí, y no tuviera que aprenderlas en la escuela fascista) que él siempre fue viejo; que nació con la vejez pegada a la sangre; y que le hicieron definitivamente viejo los haces de sarmientos húmedos que, en otoño, cuando era niño gañán y se llamaba Domingo López, curvaren sus hombros y le arquearon las piernas.

Pero, para saber esto, había que verle de espaldas. Un viejo de verdad nos lo explicó de esta manera: "Cuando él era tan muchacho como vosotros, un día le topé de culo. Es un decir, porque culo no tenía. Yo iba en borica y él entraba caminando en Borox, atado al cuello un costal de espigueo y con dos leñones de chaparro a cuestas. Entre los, parches de las culeras, lo anchas que le venían las perneras, y su andar, que barría la calle con las abarcas, daba grima verlo, y pensé: ¡Ralea de hijo, el que carga así a su padre!. Pero la burra le adelantó y le vi la cara: era un muchacho que parecía chino de puro feo, tenía el pelo como un tizón, los ojos le ardían de ansias, y era algo corcovado, pero no viejo. Luego, el toro le quitó años, porque le obligó a estirarse".

Aquella tarde, en el teso despoblado que en Illescas separaba la carretera del ferrocarril, se oía el recuerdo del llanto de la tribu de gitanos que, dos meses antes, gritaba "¡E'impozible, l'han matao!", cuando el viento les llevó el mensaje negro de la muerte del ciprés abatido, del enhiesto califa, en un lugar remoto que llamaban Linares. Y aquella misma tarde, mientras los muchachos zurrábamos la badana de un balón relleno de bayetas, un automovil negro, de aquellos que llamaban patos, se detuvo ante la puerta de El Bohío, y un hombre cruzado de azul oscuro, taciturno, cabizbajo, bajó de él y se metió sigilosamente en la taberna. Sobre el descampado, voló otra voz: "¡Ortega está en El Bohío!", y volamos empujados por ella hacia la ventana del fonducho.

Sentado ante una mesa y cortado en tiras de arriba abajo por la cortina de colgajos de caña que había en la puerta de El Bohío, estaba el perfil labriego de tina leyenda. Mas tarde oímos una voz zumbona: "A él no lo rriatará un toro. Morirá en la cama, si es que muere, porque de chico tuvo que lidiar la aparcería de un huerto con amo de peor embestida que mil miuras". El huertano de Borox, distante e íntimo, temible y sin culeras en los paritalones, permanecía inmovil y en su perfil no había miedo. Un silencio sagrado rodeaba sus grandes pómulos, que vistos desde abajo, le hundían los ojos en un agujero de sombra.

Bebió agua. No nos dejaron entrar a verle de cerca y, tensos, esperamos fuera. El hombre abrió, con las palmas de las manos vueltas hacia fuera, una grieta entre las cortinillas sonoras y salió a la cuneta. No era aún tiempo de descubrir que no era alto, porque nuestra estatura le hacía gigante. Cercado, se deshizo del acoso con una argucia: su chófer le dió un puñado de monedas y él las arrojó a nuestras espaldas. Sólo dos quedamos quietos como estatuas bajo su barbilla. El otro no tenía nombre y era siempre toro en las corridillas del teso. Agachó la cabeza rapada, se llevó las manos a las sienes, apretó los pu¡íos contra ellas, hizo pitones con los dedos índices, escarbó hacia atrás con las suelas de sus zapatillas y mugió. El hombre sin inmutarse, adelantó la mano izquierda y dibujó una suave media luna sobre el aire de la tarde blanca, un centímero por delante del movimiento de las uñas del muchacho toro.

Cuando se sentó en el automovil, sus pómulos dejaron de ocultarle los ojos. Su mirada era gris y su sonrisa triste. Tampoco era tiempo entonces de sabe que sus ojos miraban desde dentro y que su tristeza era la de un viejo encorvado por el fardo de una sabiduría inmemorial no aprendida.

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