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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Volver a los toros

Al cabo de los años, volver a Las Ventas, no por gracia del señor Chopera, dicho sea de paso, sino por mor de la generosidad de mi hermana, que es mucho más amable conmigo, tiene un sabor que nadie que no lo haya añorado desde muy lejos puede realmente paladear.Ei maravillosamente civiliza de y bello el césped de Glynderboune- en la luz incierta del la tarde, cuando, habiendo cenado champán, salmón y fresas, vestido de etiqueta, se espera apaciblemente el comienzo del Don Giovanni. Es espléndido el instante en que miles dejóvenes, arrullándose en la excitación de la espera, tararean en el Central Park las canciones que Simon y Garflinke les van a cantar unos minutos después. Es emocionante a exhalación asombrada de los cspectadores de Wimbledon ente el raquetazo que da el triunfo, más codiciado a Iván Lend..

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Y es impagable la premonición visceral que, de golpe, haceque Las Ventas se callen, para plasmar en la retina colectiva la increíble belleza plástica de una verónica lentamente trazada en el centro del ruedo. Un momento antes, la plaza era un redondel en fiesta, con la gente riendo, gritando, bramando, bebiendo vino o no atendiendo. Un instante después, se ha convertido en una catedral de silencios. Y el respetable murmura olé largamente.Durante años, he intentado explicar a quienes, habiendo visto una corrida, nos acusaban de salvajismo que, bueno, que en realidad es cierto, pero que no se puede comprender la diferencia cabal entre un buen par de banderillas en todo lo alto y una maravilla hasta que se presencia. No existe otra razón para el toreo de salón: recrear lo imposible para el que no sabe e intentar distinguir para uso del educando entre lo genial y lo sublime.

Volver a los toros es entrar de nuevo en las galerías repletas de gente que sonríe y se las promete felices. Clavel reventón en la solapia, un puro enorme entre los dedos, elemental esnobismo taurino. Una mirada coqueta y escondida desde debajo de un sombrero rojo de ala estrecha; más tx-de, en el tendido, será una pantorrilla bien torneada, enfundada en una media oscura. Si está uno de suerte, la pantorrilla se sentará detrás y le clavará la rodilla en la espalda; de cuando en cuando dirá: "Huy, perdone", y no habrá más. Hay coftá y zoca-cola light. Hay una madrileña pizpireta y un colega. La madre del artista, la peña taurina y un oficinista. El señorito de Jerez y la marquesa elegante se sientan al lado del viejo entendido socarrón y, durante la lidia, escucharán con seriedad sus perlas, mientras él atenderá el disgusto de la actriz de moda que está a su vera. Y a nadie le da vergüenza tanto anacronismo. Es que es así aún.

La corrida de toros es la única fiesta en la que un entendido no tiene, empacho en explicar a un turista de qué trata todo este asunto; lo hace con paciencia infinita y con sorpresa sabia de que aún haya gente-para quien el toro es cosa nueva. En los palcos, la gente muy bien de toda la vida, mezclada con algún torero viejo, un crítico taurino y más de un médico de calidad, mira, se excita, coine emparedados y bebe whisky. El tendido del increpa al presidente, que es lo suyo, y al 9, que es lo sobreentendido. Todos entienden de toros. Para eso son el respetable y han venido a que les diviertan.

Unos extranjeros afincados en España, enamorados de la fiesta y que lo único que han aprendido bien es a decir palabras malsonantes, muerden en su bocadillo de chorizo, se inclinan hacia uno y dicen: "el tora es muy fuerto, coño".

Luego, en un instante, se hace un silencio sobrecogido, el maestro da un trincherazo angélico y el respetable murmura olé.

¿Por qué se empeñan entonces la empresa, el presidente y los ganaderos en faltarle el respeto al aficionado?

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