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Tribuna
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El hombre de las respuestas

Rosa Montero

El día, largo y desesperante, comienza con la lectura de las respuestas de Barrionuevo. Ceremonia que consiste mayormente en comprobar cómo el señor ministro se escabulle de casi todo cuanto las defensas preguntaron. Barrionuevo despacha el trance remitiéndose innumerables veces a lo establecido en el texto de la ley o a lo anteriormente contestado; y así, remitiéndose y repitiéndose desaforadamente, llega en un periquete a la recta final del formulario. Y cuando ahí se le pregunta por el número de delincuentes comunes a los que se aplicó la ley antiterrorista, responde con desahogo, y varias veces, que "no le constan los datos al declarante, si bien con toda seguridad obran en este ministerio los detalles exactos". Por lo menos resulta un alivio el enterarse de que, si bien el ministro de Interior parece no saber nada de nada, en algún despacho ignoto de su ministerio habrá alguien que, con "toda seguridad", conocerá los "detalles exactos" de la cosa.Y entonces llega Rafael Vera con su cogote cortado a tiralíneas, su aspecto de galán de cine antiguo y una chaqueta de faldones horrorosamente volanderos que desmerecen un tanto su donaire. Al poco de comenzar, Vera se revela claramente como el rey de la tautología y la sordera. Lo primero, porque a menudo sus respuestas son una oblicua repetición de las preguntas. Y lo segundo, porque no cabe otra explicación al hecho de que no parezca entender nada de lo que le plantean. Los letrados insisten y repiten las cuestiones, y él contesta equivocadamente y se despista. Comienza a cundir por la sala una desazón horripilante. ¿Será posible que el secretario de Estado para la Seguridad sea en verdad tan tonto? ¿O se tratará de una táctica brillantemente maquiavélica para aniquilar por agotamiento a los letrados? Cuestiones que plantean a su vez una duda aún más lacerante: ¿qué sería peor para la ciudadanía, que el secretario de Estado para la Seguridad fuera un solemne tarugo o que fuera un pérfido?

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Llega a todo esto el descanso del desayuno, o sea el recreo, y, mientras la sala se vacía, el tribunal estrecha sonrientemente la mano del testigo y, cosa aún más extraordinaria le introducen en la saleta o habitación reservada para los magistrados. Siempre hay clases. Y hoy, quién sabe si por el lustre y las responsabilidades del poder, el presidente de la sala parece estar notablemente endurecido; su actuación es la más tajante que le he visto desarrollar en este juicio, interrumpiendo las preguntas y protegiendo celosamente a sus testigos.

Pero prosigue el largo interrogatorio tras la pausa, y de las reticentes respuestas de Rafael Vera se desprende el dibujo de un caos inmenso. Porque se diría que los policías podían aplicar la ley antiterrorista sin control real alguno, y que el ministerio no se enteraba jamás de nada. "¿A quién daba cuenta la comisión investigadora?", pregunta la acusación refiriéndose a la comisión anticorrupción. "A sus mandos naturales", contesta Vera. "¿Quiénes eran esos mandos naturales?". Campanillazo del presidente que dice que esto no tiene nada que ver con nuestro asunto, y explicación de la acusación, especificando que la comisión estudió también la desaparición del Nani. Así es que Bremond insiste: "¿A quién daba cuenta esta comisión?", y Vera, de nuevo: "A los mandos superiores de la policía". "¿Puede ser usted más explícito?". "No puedo". Nuevo campanillazo del juez, que está empeñado en que se abandone el tema, pero la acusación aprieta: "¿Quién, en el Ministerio del Interior, sabe los resultados de la investigación de esta comisión sobre la desaparición del Nani?". Y Vera responde: "Lo desconozco", con el campanillazo final del presidente como música de fondo.

Desconoce el señor secretario de Estado para la Seguridad quién puede saber estos datos tan básicos, del mismo modo que luego Rodríguez Colorado, delegado del Gobierno en 1983, dice haberse enterado de que se aplicaba la ley antiterrorista a los comunes "por los periódicos". Y por no saber, Rafael del Río ni siquiera sabe si fue nombrado director general de la Policía en diciembre de 1982 o de 1983.

No parecen conocer muy bien nuestros flamantes altos cargos, en fin, lo que se cuece debajo mismo de sus botas, y al ritmo de sus declaraciones se va conformando la imagen fantasmal de un Ministerio mastodóntico y espeso, que debe de estar plagado de mandos naturales aunque no se sepa muy bien qué mandos son. Una babel kafkiana en donde nadie conoce ni controla a ciencia cierta lo que pasa.

Aunque siempre cabe que, como apuntaba Barrionuevo, exista algún misterioso funcionario que sepa "con toda seguridad" los "detalles exactos" de la cosa. O sea, el hombre de las respuestas. La pena es que ni acusadores ni defensas hayan atinado aún con tal sujeto.

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