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Darse tono

Ha nacido una nueva entonación del español y nadie parece haber reparado en tan histórico suceso. Al lado del castellano y el aragonés, del andaluz y el canario (o del mexicano y el venezolano) se ha instalado recientemente en el país otro deje de máxima audiencia, aunque todavía, por suerte, con pocos -pero escogidos- secuaces. Me refiero al tono habitual empleado por varios de los locutores en los espacios informativos de televisión. Y por si algún miembro de esta digna corporación se me encrespa ante lo que sigue, de buena gana le concederé el mismo derecho a enjuiciar a los componentes de la mía propia; con tal de que admita, eso sí, que la espectacularidad de la suya deja más al aire sus probables deficiencias. En todo caso, ni una ni otra iban a ser islotes a resguardo de la ola de transformismo que nos anega.Lo extraño, ya digo, es que semejante novedad prosódica haya pasado en silencio. Pudiera ser que hayamos perdido el oído, lo que nada tendría de sorprendente si repasamos las múltiples agresiones acústicas que recibe al cabo del día. O también que ya no supiéramos a ciencia cierta cómo debe sonar nuestro idioma común, atareados como estamos en forjar una particular lengua doméstica que funde desde mañana mismo nuestra diferencia secular. O, como me inclino a sospechar, que nuestra crédula condición ciudadana otorgue una confianza ilimitada a cuanto viene por los canales oficiales: a lo que se dice y al modo como se dice. ¿No deben ellos acaso saber enunciar y pronunciar, y más si tienen justamente por oficio hablar coram pópulo? Estamos ante los depositarios de la verdadera palabra sagrada de cada día, tanto por el número de fieles que congregan como por lo irreplicable de su emisión. Sólo faltaba que ahora viniéramos a incordiar y a poner en solfa su edificante tonadilla...

¿Que exagero, me dicen? Escuchen los nada lejanos NoDos y notarán al minuto el contraste sonoro de las noticias de la presente era democrática. Afinen su atención en adelante y ya me dirán si el sonsonete que perciben ofrece algún parecido con sus cotidianos hábitos fonéticos. En sus cortas correrías, uno ha tenido ocasión de atender noticiarios en otras lenguas y nunca había notado tal distancia entre el sonido de la calle y el de los estudios de televisión. Pero no pontificaré desde las reglas de la gramática, que doctores tiene la Academia que las sabrán recordar. Ni tampoco es cosa de cebarse demasiado en la pronunciación, salvo en la acendrada manía de esdrujulizar y sobresdrujulizar lo que se tercia y de ofrecer variopintas versiones casi nunca coincidentes de la misma voz extranjera. (Por venir a las lenguas españolas, aún recuerdo aquella temporada futbolística en que Osasuna presentaba una defensa formada por Larráinzar, Ciáurriz y Zubiaurre: era un martirio descifrarla en labios del locutor de turno...) Nada de eso; se trata aquí más bien de cuestiones de ritmo y cadencia, de ciertos problemas de entonación, que de un tiempo a esta parte suscitan mi dolorida perplejidad.

Los sufridos maestros de mi generación, los pobres, nos enseñaban a leer atisbando con el rabillo del ojo la continuación del período, a fin de prevenir su justo sentido. Método rudimentario, si se quiere, pero difícilmente mejorable por muchas pantallas que al lector le pongan delante. Con esto de la pedagogía moderna, en cambio, los españolitos de hoy parecen haberse atiborrado de fonemas, morfemas y -pido perdón a los especialistas- de otros mememas, pero es más que dudoso que la lectura haya salido ganando con ello. En el caso que nos ocupa, varios de los bustos parlantes (y aún más entre los que no dan la cara) hacen la pausa no donde el sentido de lo relatado así lo requiere, sino allí donde les acomete la urgencia de tomar aliento; a la vista de los resultados, se diría que estos entes albergan una preocupante proporción de asmáticos. Algo debe de haber ocurrido asimismo en los entresijos intelectuales del lector u oyente medio, cuando resulta tarea ímproba hacer digerir más de una idea simple de una sola vez. Pues lo cierto es que estos portavoces se llevan un sobresalto en cuanto se topan con una oración subordinada que no habían previsto -y son bastantes las inesperadas-, y vense forzados a remontar el vuelo melódico cuando habían iniciado ya el descenso hacia el más próximo punto y seguido. Tampoco hacen muchos ascos a separar abruptamente por su cuenta y riesgo el sujeto del verbo, el verbo de su complemento directo o el sustantivo de su adjetivo: estos servidores de la palabra hablada son muy dueños y a nadie deben explicaciones. Venga en su descargo que, como es de temer, los textos que recitan pueden no llevar en su sitio los signos de puntuación; es ésta materia que no se aprende ni en el bachillerato ni en la Universidad, y así nos va.

Mayores maravillas aún, si cabe, nos deparará su entonación, que es todo un cántico de remoto parentesco con el gregoriano. Predomina aquí un tono entre exhortativo y suasorio, una melodía de marcado timbre didáctico. A ello contribuye sin duda la monótona repetición de un manido soniquete cuyo rasgo distintivo universal consiste en alcanzar al final de la frase su nota más baja en la antepenúltima sílaba, ascender luego a una desmesurada agudeza en la penúltima (si es palabra llana; en la última, si es aguda), para dejarse caer indolentemente en la postrera. A partir de ese denominador común caben todas las variaciones individuales que imaginarse quieran. No faltará una peculiar ondulación de acentos tónicos -grave / agudo / grave / agudo-, que hace de la frase leída una descompasada sucesión de colinas fonéticas. Y siempre hay que esperar el énfasis repentino de un término -por lo general del todo intranscendente para la noticia transmitida-, elegido al libérrimo capricho del locutor y destinado a provocar la complicidad o el respingo del oyente adormecido. La música de las esferas se queda en nada comparada con esta otra música de las ondas.

A buen seguro que estos nuevos maestros cantores no se sirven de esos recursos de tonadillera en sus conversaciones y relatos privados. No importa. Desde su elevado escaparate no se trata de emplear la lengua para "fablar a su vezino"; al contrario, deben inventar su entonación para darse tono. Ellos han comprendido que lo excepcional del medio en que se ocupan y la solemnidad del mensaje que emiten han de distinguirlos por fuerza del pueblo hablador. Nosotros somos, a todo lo más, locuaces; ellos, locutores; en tanto que ellos aspiran a lingüistas, el vulgo ha de contentarse con, la condición de lenguaraz. Tal vez la división del trabajo imponga a su gremio semejante esfuerzo. ¿En qué ha de notarse, si no, su papel de distribuidores públicos de la palabra? ¿Cómo justificar que sean precisamente ellos, y no cualquiera que sepa leer, los que nos lean? No los acusemos, pues, de pedantería: contra lo que pretendía aquel viejo Heráclito, ninguna necesidad tienen de seguir el logos común mientras puedan aderezarse su propio logos particular.

Aurelio Arteta es profesor de filosofía en la universidad del País Vasco.

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