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La caída del teatro comercial

El general Miaja iba al teatro Fuencarral a escuchar zarzuela. Y a que le vieran, tranquilo y sonriente, cuando los proyectiles de obús pasaban sobre la sala. Era durante la primera autonomía de Madrid, la de la Junta de Defensa. Un día cayó uno de los proyectiles en el teatro, y el cantante que hacía el hermano Rafael salió corriendo por las calles, más empavorecido por su hábito de fraile que por el cañoneo; pasó un coche de la CNT y sus ocupantes le agarraron y le susurraron: "No se preocupe, hermano, que somos de los suyos". Chistes de guerra. El Fuencarral lo aguantó todo, y las malas temporadas, y su conversión en cine, y la decadencia del cine y la vuelta al teatro: pero ahora se lo va a llevar, quizá, la piqueta. Cierra el 15 de mayo y puede que no sea teatro nunca más.Otros dos de los clásicos teatros de Madrid pueden desaparecer al mismo tiempo: el Monumental, convertido ahora en sala de conciertos de la Orquesta de la RTV y el Reina Victoria, que la Organización Nacional de Ciegos quiere adquirir para convertirlo en sala de sorteos. Son tres teatros comerciales que se van. No son los únicos.

Otros han caído engolfados por la mala vida en Madrid. En la Corredera, el Lara; en la calle de Santa Brígida, junto a la de Fuencarral, el Martín. Están cerrados y hay pocas posibilidades de que se abran. La Corredera fue un día una calle aromática de jamón y queso, muy cerca del cacao y del tueste de café en la calle de Silva. Un carnicero, Cándido Lara, se construyó allí un teatro al que puso su nombre y al que fue la gran burguesía a ver a Benavente, entre otros. Hoy huele a marihuana y a sexo barato; los pobres faroles han hecho ver a los espectadores un brillo de navajas y la sospecha de un tirón, y han abandonado el teatro. Está cerrado. Se pensó convertirlo en sala de conciertos, pero el público de la buena música tiene todavía más miedo que el del teatro. Muy cerca está el teatro Alfil: ha sido cine de programas dobles, a veces de pornografía. Quiso ser un teatro de la derecha y no fue nadie.

En la calle del Pez hubo platerías famosas, zapaterías a la medida. Ahora hay ruinas y sombras, y el convento de San Plácido, que ha resistido tanto -monjas embrujadas, amores reales-, aguanta en su clausura. En lo que ahora se llama Café del Alfil se empieza un espectáculo -con el bar abierto-, desde las doce de la noche, que explica -dice la cartelera- "la sutil manera de desnudar a una mujer": busca el público rasgado del barrio y la forma de que todavía se haga algo de teatro.

Otras programaciones

Un poco más arriba está cerrado el Martín. Fue lo que se llamaba, con irreverencia burlona, la catedral de la revista: las vedetes desbordadas de plumas, las chicas del coro con sus cardenales en los muslos, los viejos verdes mirando con gemelos desde la primera fila, los estudiantes en busca de novia de entrega fácil y algo sentimental y los mejores actores cómicos del género. Ha intentado después muchas clases de programación, sin demasiado resultado. No tiene más vida que la que le dan los ratones del barrio.

No son sólo los barrios broncos los que expulsan a sus teatros. En pleno corazón de la burguesía y del antiguo régimen, a un pase, de la calle de Serrano, el teatro Beatriz lleva mucho tiempo cerrado. Fue allí donde se estrenó la obra de más éxito de la derecha española, El divino impaciente, de José María Pemán, antes de la guerra civil.

Lo que significa toda esta caída de teatros es el fin del teatro que fue llamado comercial. Van surgiendo otros espacios, que suelen ocupar los teatros institucionales. Incluso uno de los grandes teatros comerciales de Madrid, el teatro de la Comedia, ha pasado a ser institucional: alberga a la Compañía Nacional del Teatro Clásico. No se ha perdido nada para el arte teatral, pero sí para el teatro privado.

Durante mucho tiempo se ha estado luchando, desde los medios progresistas, contra el teatro de empresa. Se le culpaba de la decadencia del arte, y de la cerrazón a lo que rompía su estrechez.

El empresario ha sido siempre el guardián del templo, y el templo era de las clases medias acomodadas y de las aristocracias decaídas: era el que seleccionaba obras y actores que la clase que sostenía el teatro quería ver, y no otra cosa. Cerraba el paso a los noveles, era un fortín de los consagrados y buscaba la taquilla. Sin embargo, el empresario de teatro no era un hombre de negocios como los demás; su dinero, invertido en otra cosa rendiría más, y su local, convertido en negocio inmobiliario sería mucho más rentable.

Aparte del pequeño pesar madrileñista por la desaparición de algunos edificios, la caída del teatro comercial es como la de cualquier oposición: se pierde un estímulo. El teatro institucional no puede, hoy, hacerse cargo de todo el teatro de Madrid, y si pudiera, no sería deseable. Los monopolios de Estado en cuestión de arte y de expresión no son justos, y tienen el peligro, a la larga, de convertirse en una manera de instalación del Gobierno de turno: como la televisión pública. Se hubiera esperado otras fórmulas de teatro privado: cooperativas, o empresarios de más audacia. No se ha renovado la sociedad en el sentido que se esperaba: el teatro institucional ha hecho una concurrencia constante al privado, los empresarios se han retraído, y las instituciones se comercializan, o buscan el público a costa de la naturaleza del arte teatral. Como una baza política.

Ausencia de espejos

El camino que se ve venir para el teatro es el mismo por el que ya pasaron la ópera, el ballet o la zarzuela: alguna temporada anual, algún local especializado. Quizá desde lo que se llama ahora comunicación social, o de lo que literariamente es una narración representada y dialogada, la sustitución por el cine -si sobrevive a sus nuevas crisis nacionales-, de la televisión, del vídeo o de lo que venga, sea suficiente: la sociedad no notará esa falta de reflejo o de espejos, o de como se quiera llamar a algo que no ha cesado de ser necesario desde hace siglos, y alcanzará a más personas que las que antes eran beneficiarias. de ello. Pero esa nueva dramática se hace para generalizaciones, de sentimientos o de espectáculos o de situaciones, para ser presenciadas en el mundo por millones de personas de distintas raíces y culturas, o de referencias de civilización distintas.

Faltará el teatro directo, que hable de aquí y de ahora a quienes lo necesitan; el teatro doméstico y concreto, como lo fue en otros tiempos. Los teatros institucionales no van a cubrir ese aspecto, al menos con su política actual y, en general, con todo lo que sea política de Estado. Faltará otra más de las fuerzas capaces de enfrentarse con los poderes o con las sociedades dominantes.

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