De huelgas
El problema de las huelgas en los servicios públicos, por muy justas que sean, es que revelan el exacto grado de deterioro de los servicios públicos. Las huelgas de profesores, por ejemplo, sirven para poner nervioso a Maravall o para espesar el tráfico, o para irritar a los padres de los alumnos, pero esas horas perdidas no degradan las enseñanzas más de lo normal, no influyen en la cantidad y calidad de los conocimientos adquiridos por los alumnos. Al final de curso, con paros o sin ellos, sabrán lo mismo: a las huelgas hay que medirlas por el daño que causan, y en ésta, la verdad, los daños pedagógicos serán nulos. Lo formidable sería que esos paros aumentaran la necesidad de clases particulares a domicilio o de academias veraniegas de recuperación. Sería ruinoso para las familias, sí, pero diría mucho en favor de la calidad de esas horas lectivas perdidas en la lucha salarial.Lo indignante de las huelgas de los servicios públicos es que ya no te indignan, que apenas te proporcionan trastornos. Ni siquiera las notarías, si no fuera por el telediario. ¿En qué se diferenciaría una semana de huelga en Correos de una semana normal? ¿Qué aportaría al cotidiano caos de Barajas un paro de pilotos? ¿Hay alguien capaz de distinguir las ventanillas de la Administración que hacen huelga de las que están abiertas al público? ¿Qué más follón circulatorio puede añadir un plante en los transportes públicos? ¿Cómo saber en los hospitales si son servicios mínimos por huelga o servicios ordinarios?
Las huelgas de los servicios públicos ya no son lo que eran. Hubo un tiempo en que podían colapsar el país, incluso revolucionarlo. Lo temible ahora es una huelga de esos espontáneos servicios sumergidos que nacen para suplir la ineficacia de los servicios públicos. Imaginen el daño que causaría una huelga salvaje de mensajeros, profesores particulares, médicos incompatibles, funcionarios con manga ancha, guardias de vista gorda, canguros, piratas tecnológicos, vendedores ambulantes, redactores de facturas sin IVA.
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