Fu Manchú ataca
Permítanme que empiece con un recuerdo. En el colegio donde estudié los primeros cursos del bachillerato, los niños estábamos muy divididos; en el patio de los recreos oficiales se jugaba a la guerra entre cartagineses y romanos, un combate que, a pesar de su final cantado, nos tomábamos en serio los que -tras una rigurosa leva de los dos comandantes- formábamos el grueso de las tropas. Pero a la salida de las horas de clase, en una calle tenebrosa de arruinados depósitos de madera y garajes donde años más tarde instalaría su sede Galerías Preciados, la pelea continuaba, robando tiempo a los deberes, en bandos de timbre menos clásico: fumanchús y comanches. Yo, comanche, desconfiaba un poco de que el trecho de calle favorito hubiera sido bautizado por colegiales de luchas más antiguas como Campo de la Pipa.Esos apelativos un poco tontos y de época piden y tienen explicación; al rango fumanchú pertenecían los que, no obstante su poca edad, los 12 y los 13, ya fumaban sin tos y sabían liar cigarrillos, mientras que se era comanche tan sólo, por comer a esas mismas horas de libertad el pan con chocolate que la madre había preparado de merienda. El consuelo de los segundos, sospechosos no sólo de molicie, sino de niñería, era ser, aunque menos en número, también malos. Los fumanchús, envueltos en espirales de fumadero de opio, se miraban en el taimado intrigante oriental que inventara Sax Rohmer, pero nosotros habíamos traído en jaque a muchos destacamentos de la caballería norteamericana.
Como antiguo comanche, pero enemigo fiel de fumanchús desde los días de hostilidades en el Campo de la Pipa, no puedo decir que me sorprenda la carga de la brigada pesada de fumadores que nos ha venido encima por los campos de pluma a raíz del real decreto sobre limitación y uso del tabaco. No hay más remedio que reconocer (y reconozco que ya lo hice en un artículo, Los humos del fanático, publicado en esta página hace dos años y pico) que la literatura y el gran irte están, siempre han estado, del lado del tabaco, porque, como es lógico, los vicios de cualquier índole, pero aún más de una tan intransitiva como la del de fumar, encuentran glosa y seguimiento entre seres proclives al más artístico de todos: el vicio solitario de la creación.
Los comentarios escritos y radiados, los coloquios y soliloquios, los manifiestos y toques de corneta llamando al banderín de enganche tabaquista han sido tantos que no pretendo replicar a todos, ni mucho menos conocerlos todos. Limitándome a los que se han podido leer en EL PAÍS, destaco dos de las posiciones más extremas: la sostenida por Julio Llamazares en su artículo Fumando espero y la que traslucía la carta al director de José María Rodríguez Méndez, dramaturgo, como a sí mismo se calificaba. En su bonita pieza de opinión, Llamazares (que confesaba un reciente propósito de enmienda fumadora, abandonada alegremente por solidaridad pecaminosa con las persecuciones del decreto; ¿por qué será que todos los fumadores desean o han tratado al menos una vez de abandonar? Francamente, no me parece digno de respeto un placer del que sus más fervientes practicantes están siempre perjurando y queriendo apartar de sus vidas), Llamazares, digo, trasladaba sagazmente el debate (?) provocado por las supuestamente intolerantes medidas ministeriales al círculo de los agravios comparativos: ¿qué significa la molestia social del tabaco, venía a sostener, frente a los ruidos, humos y emanaciones letales que los coches y demás artilugios de la modernidad imponen a los ciudadanos exentos de ellos?
La refutación de ese brillante sofisma no es difícil desde el momento en que se aclara que por mucho que unos u otros nos molesten, no es legítima la comparación entre unos perjuicios derivados de actos de utilidad colectiva y otros que pertenecen al terreno de la estricta gratificación personal. Hoy por hoy, es imposible saber si el conductor que se pone al volante de su utilitario conduce sólo por darse gusto o para llevar a su anciana madre política al dispensario, de la misma manera que el daño a la capa de ozono de la atmósfera producido por los aviones o la potencialidad contaminante de las centrales nucleares, si bien discutibles, nacen de una misma aspiración: servir al bien común. Lo indiscutible es que fumar satisface instransferiblemente a quien lo hace y, por tanto, se encuadra, como el beber alcohol, leer una novela de misterio o hacer el amor sin fines santos, en la categoría de -voy a admitirlo con magnanimidad- las virtudes privadas.
El grave error de la reciente disposición -nada chocante en la línea regeneracionista y moralizante de tantas iniciativas socialistas- es enarbolar como principio fundamental y justificante la misión de vigilancia del Estado sobre la salud de todos los ciudadanos, incluyendo también a los que, en el pleno ejercicio de sus derechos individuales, no quieren salvarse (del tabaco, del servicio militar femenino, de la droga o de la televisión como pasatiempo antes que como servicio público). De ahí que el decreto que tanto parece escamar a los fumadores resulte, desde la otra acera, fútil, timorato y decididamente bajo en nicotina, con el inconveniente extra de que su tufo moral es tan molesto o más que el de los cigarrillos, y llega a su colmo en esas cursilísimas propuestas de días mundiales sin tabaco, en las que sólo faltaría destinar el dinero ahorrado en los estancos a algún patronato de viudas de enfermos pulmonares.
He leído desde niño relatos subyugantes en los que el tabaco formaba parte del sublime reclamo de la aventura, y cada día, mientras aparto mi boca Nena de sus fogatas, escucho a mis mejores amigos la loa al cigarrillo entre dos platos; por nada del mundo, claro, trataría yo de arrancar a mis allegados de esa tradición oral y escrita y de ese gran disfrute.
Lo que a los poderes fácticos les cabe hacer, y en este país aún no se han planteado, es advertir, concienciar, ¿diremos anunciar?, a los fumadores que así como las normas sociales no permiten que el exhibicionista revele en cualquier tapia el levantisco ariete que esconde su gabardina, o el bebedor ufano, una vez enjuagada la boca con la malta escocesa, arroje a nuestra copa de fanta sus alcohólicas gárgaras, ni se acepta en los límites del buen gusto que el vecino de autobús nos lea en voz alta la página de oferta inmobiliaria del Ya, o el cliente de la mesa de al lado nos sitúe especímenes de sus acelgas rehogadas en nuestro plato de txangurro, tampoco debemos, en ningún sitio techado, bajo ninguna circunstancia involuntaria, a ninguna hora del día de los hombres, soportar el alarde de ese arma humeante que se mueve a nuestro alrededor con asombroso impudor.
Y, sobre todo, en una sociedad como la española, donde no abunda el hábito de las buenas maneras ni el respeto y debida atención al otro. Pocas veces se ve aquí que alguien pregunte o mire o espere antes de encender su cigarro. Aquí priman las malas costumbres, y saco a colación ahora la citada carta del dramaturgo, con su "fumo y seguiré fumando cuando me dé la gana", pinturera afirmación inscrita en la más recia tradición de la chulaponería hispánica.
Mientras tanto, seguirá la campaña de los fumanchús. Sé muy bien (porque, aparte de a la de los no-fumadores pertenezco, al menos, a otra más) que el aura de prestigio de las minorías oprimidas es grande y tiene su potencial de compensación narcisista, por lo cual, lo que ahora, en una jugada a la que no niego astucia, los fumadores de este país de fumadores que es España intentan es convertirse en mayoría oprimida. Desde nuestra reserva, hoy paternal e irrisoriamente protegida, los comanches no tenemos otra salida que hacer señales de humo limpio.
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