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Después de aquel tiempo

En aquel tiempo le dijeron que cuando cumpliera 15 años abandonara la ribera del mar y se internase tierra adentro, pero sin olvidar nunca todo lo que el mar había sido para él y todo lo que junto a él había aprendido.Acababa ya de cumplir los 15 años y se dispuso a abandonar el mar y se encontró, con sorpresa, que lo que quería hacer, le bastaba cerrar los ojos y ya se lo encontraba todo hecho.

Y lo primero que hizo fue entrar en una vieja iglesia para visitar, antes de abandonarla, a una virgen morena, que, según había oído decir desde niño, hizo su aparición al rey Alfonso X el Sabio, quien le había dedicado un libro de canciones titulado Cantigas a nuestra Señora, y él sólo se acordaba de una que comenzaba: "Bien vengas mayo y con alegría, / bien vengas mayo de vacas y toros...".

Y sintió mucho no acordarse de más, pero se entró de pronto en un pequeño tren que lo dejó de un inmenso cielo azul, hacia el que se empinaba una delgada y maravillosa torre de encajería que se asemejaba a la Giralda. Y él lloró por no haber sido ni una minúscula paloma para haber girado alrededor de ella. Y ya casi no supo más de los nombres de las cosas que él iba descubriendo, o las cosas que le descubrían a él. Pero siempre se acordaba del mar de donde había salido y adonde quería volver y nunca pudo hacerlo hasta después de más de 50 años de no haberlo visto.

Él sabía rezar, aunque casi nunca lo hacía, y al cabo se le olvidó. Quería llegar a no dormir, a escuchar muchas, muchas cosas a la vez. Por ejemplo: tres o cuatro radios con palabras y músicas diferentes y pasear o encontrarse con simultaneidad por varios sitios distintos. Y pensaba que se estaba perdiendo, comprendiendo de pronto que se iba a ahogar, pero no en el agua del mar, pues se hallaba lejos, sino en el aire, en el mismo aire que estaba respirando, o que casi ya no respiraba, entre unos bellos muslos o unas largas maravillosas piernas, que le traían el olor de las algas brunas del mar, aunque aquel aroma no fuera el mismo de sus 15 años en que lo había abandonado. Pero era tan hondo aquel aroma que se adhería a los labios y era él quien los besaba. Y se le ocurrió esta canción, que quiso no se le escapase: "Besarte, amor, aspirarte / como yo te aspiraría, / con un beso, amor, tan largo, / que nunca se acabaría. / Con un beso, tan asido, / que nunca se perdería, / nunca, amor, en el olvido".

Y sintió un frío sudor, por el que resbalaban algunos barcos, que no eran barcos, sino gotas como de azogue que le surcaban las mejillas y se rompían, multiplicándose, formándose un lecho resplandeciente, pero tan helador, que no podía soportarse y no sabía qué hacer sin brasear en el vacío, sonando una campanilla de oro, que nadie escuchaba, comprendiendo que no había oídos cercanos, y los del mar estaban tan remotos que no era posible ser oídos por ellos. Y los pies se salían de los límites de la tierra y estaban flotando sobre el vacío, en donde se encontraban todas las voces de las radios en todos los idiomas del mundo, y él no comprendía nada, salvo la voz de aquel mar, al que prometió no olvidar nunca, agradeciéndole todo lo que le había enseñado, oyendo que en su voz, en su hablar zumbaba el quejido del viento con la nostalgia de todos los ahogados, oídos desde su tierra...

Sonó de nuevo la campanilla de oro. Ya era el amanecer. Él no se mueve. Está fijo, aguantando la respiración que le quede. Es el momento de la gran aventura. Ella está ahí esperándole.

Pero él no intenta hacerle caso, pues se trata de una sirena monumental con el culo partido por la quílla de un barco, en él encallado, comido de ya podridos peces.

Le dijeron a los 15 años que se podía marchar, que había llegado la hora, pero que no olvidase nunca el mar, todo lo que aquel mar suyo había sido capaz de enseñarle. Adiós.

Adiós, sí, porque yo soy ahora, mar, aquel mismo que salió a los 15 años, para no volver, pero recordando siempre cuánto te debía. Y soy yo, ahora, mar, quien regresa a tí, pero diciéndote: mira, tengo ahora ya, mar, 85 años.

Y soy ahora aquel de las salinas azules, los delfines musicales saltando en el salitre, los caballos marinos, las ballenas oscuras, los cachalotes rotos los espinazos, cuando el submarino pintor Pablo Picasso sorprendía los besos sumergidos más terribles y desproporcionados,las rayas inmensas entre la negra tinta de las morenas y el imponente, falo de Dios que crea y manda en todo el universo. Me fijé entonces en él y se me ocurrió decirle de pronto:

-Señor, álzate de nuevo, despierta de ese sopor que te baja y sumerge la cabeza olvidando el poderoso poder del que gozas desde que fuiste autocreado. Estás muerto, se pudiera decir que eres una gran cabeza de carajo muerto desde hace tantos siglos. Pues, ¿quién gobierna, Señor? ¿Qué es esto? Y comprendí, de pronto, que me estaba descarriando y comenzaba a desbarrar.

Había saltando por allí, por las arenas chorreando, unos estrafalarios langostinos, algunas bigotudas langostas, unas almejas desenterradas, esperando ser hervidos en una inmensa sartén llena de aguas azules con pedazos de cielo. Esperé con ansiedad que asomase de la bahía el busto de mi amada, una pequeña deidad marina. Pero un pescador inmóvil que se hablaba sentado en una piedra me dijo:

-La vi cómo asomaba, sin salir del agua. Pero apareció un marinero de la base norteamericana de Rota llevándosela violentamente.

Durante los 39 años de ausencia de España había surgido frente a Cádiz, y a menos de 20 kilómetros de El Puerto, aquel territorio arrancado a nuestra bahía. Cuando yo llegué a mi pueblo después de tanto tiempo, recorrí en auto todos aquellos kilómetros de alambrada. Me dio tristeza e indignación.

Y comprendí que aquella bahía gaditana que me esperaba ya no era totalmente la mía, sino otra, contra la que tendríamos -por lo menos yo- que entrar en guerra seguramente en algún momento. íAy! Y me acordé de pronto del poeta y ganadero Fernando Villalón Daoiz, quien tenía por el Guadalquivir un pequeño islote para cazar las sirenas de agua dulce. Y allí me retiré yo, pensando también en la probabilidad de ver pasar de regreso a España -con motivo de los 500 años del descubrimiento aquel maravilloso príncipe mexicano, Cuauthémoc, que dijo, cuando por orden de Hernán Cortés fue quemado vivo: "Yo no estoy en un lecho de rosas...".

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