El otro código

Los códigos recogen desde hace miles de años todas las posibilidades del delito, gradúan su importancia, ponen precio a los desmanes. Los códigos del hombre han previsto la cárcel, la multa, el destierro. La muerte. Describen el atraco, definen el asalto; diferencian el robo y el hurto; separan asesinato y homicidio. Todo está previsto para que cualquier daño que una persona cause a otra encuentre su casilla en alguno de los cientos de códigos que el hombre se ha dado.Los ciudadanos se sienten así en la relativa seguridad de que los códigos contienen todos los castigos posibles para todos los males inventables.
No es cierto.
Hay una serie de gente que anda suelta delinquiendo en la más absoluta legalidad porque nadie ha previsto los daños y perjuicios del terrorista sentimental.
No es fácil advertirlos a tiempo. Son encantadores. Conocen instintivamente decenas de siglos de literatura que han descrito al embaucador. Manejan los resortes de las pasiones ignorando su poder de demolición.
Algunas personas recuerdan haber sufrido un atraco callejero. Tal vez perdieron unos miles de pesetas, quizás el radiocasete y las cintas. Es una sensación desagradable que hace pensar sobre el mundo y la condición humana, pero que no suele dejar herencia en el subconsciente.
Miles de personas, en cambio, vagan por nuestras calles con la herida de algún irresponsable que no se paró a pensar lo que estaba provocando. La frustración, el desengaño duelen mucho más que las cintas de Duncan Dhu que estaban en la guantera. Pero ningún juez actuará de oficio. Tampoco nadie lo denunciará. Son penas que sólo se conllevan ante dos tazas de café, y de las que nunca se hace profesión pública. No hay estadísticas de este tipo de imprudencia temeraria, ninguna cárcel alberga a los profesionales de la frivolidad indiscriminada.
Todos somos hipotéticas víctimas y eventuales verdugos. Pero no importa: no habrá detenidos, No tenemos tipificado el delito de ataque a mano desalmada.
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